Pepe Sáez Forriol

José Miguel Carretero Escribano

Todos lo llamamos siempre Pepe, desde los coetáneos hasta quienes fuimos para él menores en edad e iguales en Hermandad. En mi caso, además, criado en su rodal, a su vera, en mitad de la Carretería eterna.

Me planto ante el remozado escaparate de su castiza tienda: “Perfumería Pepe. Desde 1934”. Impresiona. Rezuma honor. Y empiezo por el final, para que así conste, como dicen o decimos los secretarios al rematar las actas, testimonio real, veraz, fidedigno: cuando empezó en pandemónium la pandemia que resta y sigue y nos confinaron de verdad, cerraron todos los comercios, incluida la media docena de droguerías y perfumerías, de la histórica calle principal. Todos, excepto “Pepe”.

Jugándose la salud nos atendieron, nos surtieron generosa y profusamente de lejía, preciadísimo líquido, y de cuanto precisamos. Te miraban los amigos con asombro: “¿dónde lo has conseguido?”. Y les decías que en “Pepe”, en el de siempre, leal, seguro, extraordinario. Nunca se lo agradeceremos lo bastante pero, al menos, escrito queda.

Y dicho esto, me voy a pasear por los recuerdos antañones, para compartirlos. Parto de lo obvio: Pepe era el paradigma de la elegancia física y moral; lustroso y bien vestido, con la corbata de respeto y el peinado a raya, rasurado impecable; sobre todo afable y cariñoso, servicial que no servil, caballeroso a más no poder, o sea, con la entera y verdadera distinción y nobleza que se tiene pero además se cuida y se cultiva. Y se ofrenda.

Si además escrutamos las más doradas glorias de la mejor Cuenca, abriendo su viejo libro del buen amor, hallaremos a Pepe todavía niño, con nueve tiernos añetes, recién huérfano de padre y en la cruda posguerra, asumiendo con su madre las responsabilidades del negocio familiar, de frente y a por todas. Eso curte, une y sublima. Y ello lo define, ejemplar y para toda la vida.

En clave nazarena, contado nos tiene él en primera persona que lo apuntaron al Jesús del Puente casi cuando nació, óptimo tino para su destino. Y por añadidura, resulta que en la humildísima clase de su Escuela primaria, coincidió con Desi Martínez Botija y con Lorenzo Carretero: menuda junta insuperable; trío, triunvirato, tridimensional e inmenso.

Los tres a raya y gala vivirían Procesiones hermosas, ya con la talla nueva de Capuz entre capuces, moradas las filas sobre el Júcar verde. Y se hicieron mayores, madurando antes de tiempo, trabajando con ansia y sin horarios, con una fe humana pareja a la divina y la ilusión brillando en sus límpidas miradas. Al fin hombres de provecho, propio y de los demás, y sin jamás aprovecharse de nada ni de nadie.

Paso a mis vivencias personales. Mi acera mezclaba en pocos metros el grato aroma a café del “Colón” y ese fragante olor a limpio perfumado del comercio de “Pepe”. Entre medias, otro Pepe de postín, el primo nuestro, patriarca de los “González Radio” y preclaro impulsor del Resucitado; por descontado, Don Emilio y su Matilde, universales, y encima de ambos, mi casa de techos bajos, todavía supérstite y en la que, por cierto, mis padres también ejercieron de laboriosos tenderos por cuenta de “La Agonía”, vendiendo a los hermanos la tela amarilla comprada a duras penas por la Hermandad: había mucha que cortar, para luego coser y cantar, y ahora contarlo con el temblor de la nostalgia. Es que eran todos sucursales cofrades, igual que lo fue bien cerca “Savisa” del gran Manolo Sáiz Abad, factótum de la Junta, casi sumo hacedor.

Yo a Pepe, claro, le tenía admirativo respeto. Y luego, pasando los años, ya en los ochenta del veinte, llegó para quedarse lo de Las Angustias los Viernes de Dolores. Éramos unos exagerados. Sin previo acuerdo nos presentábamos puntuales, todavía en plena noche muy cerrada, a las puertas del Santuario, en la plazuela maravillosa aún del todo desierta y calma, apenas con la melodía exquisita de los mirlos y el cantarino son de la fuentecilla coqueta, tres individuos intrépidos, los tres primeros madrugándole al alba.

A uno lo sigo viendo y saludando, él con su atuendo de faena y un mostacho enorme como su simpatía; otro era yo, a veces subiendo desde Los Descalzos previo paso por San Antón, precioso el Barrio hecho lampadario de luces titilantes. Y el principal, impar, bajando por la cuesta en zigzag desde la calle Pilares, con andares pausados y firmes, enfundado en su gabardina tersa, Don José Sáez Forriol: Pepe.

Aquello se convirtió, porque sí, en un rito, jamás un reto; los tres fieles a la cita tácita, de año en año, “ex aequo” en concurrencia: a tope el compartido conquensismo en vena, la devoción filial, esa emoción intensa del todo por llegar en la Semana Santa.

Hablábamos un rato, hasta que la santera Amelia nos abría la puerta. Por obvia jerarquía, Pepe era el primero en entrar de los muchos miles de paisanos que lo haríamos en toda esa jornada palpitante. Era un orgullo el sentarme a su lado, en el último banco, rezando en silencio y luego oyendo juntos la tempranera Misa del cura Zamora, otro indefectible. Y nada de todo eso pasará para siempre.

Llego ahora a otro detalle definitorio de nuestro hombre. En el año 2000, clavado entre siglo y siglo, precisamente le tocó a Pepe, por lista de antigüedad, el cargo de Hermano Mayor Presidente de su Hermandad de Jesús Nazareno del Puente. Su reacción, escrita por él, es ésta: “no sentirme merecedor del mismo”. Así, tal cual y sin pestañear. Casi dos mil años después, como el centurión de Cafarnaúm que narran los evangelistas: “Señor no soy digno de que entres en mi casa”.

Aceptó al fin, conmovido y obediente. Y puso su casa y su familia, su alma y su vida, a plena disposición. Por supuesto, el Jueves Santo su empaque personal. Y por su puesto la recta dirección, sosegada, dialogante, sedosa y segura. Y puesto, es que puso hasta los medios materiales de su empresa: ahí estaba sin falta el camión blanco de “Perfumería Pepe” para traer y llevar las andas, las mesas, los banzos y las horquillas, todos los enseres; incluido un venturoso viaje a Murcia con las tallas bien embaladas del Paso del Auxilio. Esto perduró, pero lo mejor fue el poderlo retener un puñado de años más en la Junta de Diputación, enriquecida al máximo con su prudente temple y la clarividencia de una vida entera.

Envejeció con la dignidad intacta y esa perenne sonrisa suya luminosa. Nunca se jubiló del todo y le gustaba seguir madrugando, a lo grande, salir a la Carretería recién amanecida y puesta para tomarle el pulso, pasear con su muy querido hermano Rafa, ver a sus hermanas Mari Luz e Isabel; abrir la tienda suya de cada día. Estar y ser. Y cuando las piernas le dijeron basta no hubo nadie tan lucido en silla de ruedas, viendo y viviendo Cuenca desde su trono sedente llevadero y liviano.

El Martes Santo de 2019 lo visitamos unos cuantos, en nombre de todos, en su cuidada casa de Diego Jiménez, decorada con cuadros de vanguardia. Nos recibió junto a su mujer Ángeles que estaba en el secreto, obsequioso y felicísimo, con el detalle, otro más, de llevar puesto un jersey fino morado, color túnica, simbólico y anhelante.

Nos hicimos una foto que es historia: lo que fuimos, lo mejor de lo que somos. Y nos conjuramos para el inmediato Jueves, él esperándonos delante de su tienda presto a ver llegar a su Jesús en Procesión. La fastidiosa lluvia nos aguó a todos la fiesta; otra vez. Y después, para el siguiente, el virus criminal se ocupó de arrasar todo, inmisericorde, amarrados y varados. Ya van tres. Pero seguimos caminando, así en la tierra como en el cielo.

El catorce de septiembre de dos mil veintiuno, José Sáez Forriol cruzó el definitivo Puente en pos de la Cruz de su Nazareno. Morir para nacer. Casual o causal, era la festividad en que la Iglesia honra y memora la Santa Cruz de Cristo.

Nos queda aquí, a pie de obra, la fecunda herencia de nuestro sonriente hermano. Mantenemos amistad fraterna con Pepe Sáez Álvaro, su hijo y su viva imagen, compañero de banzo, y con Mari Ángeles, hija y capitana de la pervivida nao comercial.

Cada vez que entro en la tienda hablamos con devoción del padre, del abuelo, de Pepe. Siempre miro a la puerta de su despacho en el que, otro rito, despachábamos él y yo acerca de las cosas nuestras del sindicato de la cera y me daba consejo general y especial, hasta para las colonias.

Ahora, preparando este texto, me atreví a pasar de nuevo a ese sanctasanctórum suyo. Está sin tocar, exactamente igual, empapeladas las paredes con fotos nazarenas de sus nietos, algunas sacadas de impresora a gran tamaño, y otras viradas a sepia de aquella Cuenca que fue y que se resiste a claudicar: mucho ayuda a ello, al ser conquense, nuestra gran Semana Santa, a pecho descubierto y rostro velado, todos juntos y revueltos, iguales sin igual.

Digo yo que, si Dios quiere, volverá un Jueves Santo de sol y luz, de Pasos andando al paso, de tulipas en hilera, Pasión y primavera. Y entonces, desde arriba, entre estrellas, gozoso y primoroso, siempre atento y con su sonrisa en flor, nos echará una muy buena mano nuestro Hermano Mayor Pepe.