Capataz Lorenzo

José Miguel Carretero Escribano

Capataz, cabeza, capìtal, caporal, capitán; todo del latín caput, lo mismo que capuz. Una a una y juntas definen, por siempre, esas palabras a Lorenzo Carretero Almagro para la Semana Santa de su Cuenca. Y también jefe, general imperial y visible de la aristocracia nazarena, esto es, el mejor de los mejores. Referente y guía. Ejemplo inalcanzable para cualquiera de nosotros; acaso irrepetible en el porvenir. Noble en cristalinas acepciones: preclaro, ilustre, generoso, singular.

Y habiendo tantos sustantivos sustanciosos y adjetivos galanos que le sientan como un guante, apropiados por serle propios, haré lo que ahora puedo: ofrendar a los lectores un manojo de vivencias compartidas, que lo retratan, en estampas y secuencias para la eternidad.

Empiezo por lo obvio, respondiendo a la pregunta habitual de si somos parientes, “Carreteros” ambos. Y contesto como siempre: es que somos hermanos. Es lo que vale, la verdad, el honor. Ese grado, colateral segundo y primerísimo en espíritu, es definitivo. Y afinando en signos sensibles, claro que nos une la sangre: la de Lorenzo, donante y gran reserva, es de un exquisito color, mixtura óptima del rojo carmesí de La Agonía y el morado intenso de su Jesús del Puente. Al fin, otra evidencia más, mostrando origen y destino, pues él nació en “el Jesús” de San Antón, la Hermandad familiar del patriarca Luis José, pintor y dorador, hombre de confianza de Marco Pérez aquí junto con Nemesio y Modesto Pérez del Moral: descubrámonos todos. Y luego Lorenzo, el pequeño de los cuatro hijos (los otros tres, todos de feliz memoria y artistas, son Juan José, Agustín y Luis), es que descubrió bien de cerca al Cristo de la Agonía cuando desembalaron la Imagen en San Andrés: era 1946 y nuestro hermano un chavalín curioso y atrevido que se coló en primera fila. Se quedó prendado y prendido del Cristo agonizante: “Ven y sígueme; llévame”.

En cuanto pudo, se hizo bancero del Viernes. Inmortalizado está en dos carteles oficiales: uno, el de Julián Martínez de 1959, llamado en el argot “el de la mancha”, por esas goteras impenitentes de la casa de Solera que lo condecoraron de humedad; el otro el de Torner de 1998, sobre una foto antigua doblando el Paso la primera esquina del Peso. Añado que Lorenzo conservaba en una cajita todos los recibos de sus banzos del Cristo, una treintena, algunos con la esmerada letra de mi padre, y la foto que le dedicó, bajo las andas y horquilla en mano, a su novia Rosario, con esta dedicatoria manuscrita: “Servidor de usted y del Cristo de la Agonía”. Listísimo, pues, hasta casarse con esa mujer extraordinaria de ojos claros y serenos, como en el madrigal del poeta bético, y fuerte cual la del Libro de los Proverbios, que “vale mucho más que las perlas”.

Paso a mis recuerdos personales, nítidos y atesorados. Y lo veo a Lorenzo de puntal subiendo la cuesta de Alonso de Ojeda, acercándose a pasos agigantados y acelerados hacia el grupo de niños, yo entre ellos, a la vera del Guión; casi asustaban, restallando a vivísimo compás los hierros contra el suelo. Esa fue su escuela y luego él nuestro Maestro. Porque, por derecho, llegado su día fue aclamado Capataz, capaz.

Y esto me viene que ni pintado, como pintor fuese él, para señalar la evidencia: no sirve cualquiera de Capataz, no se compra ni se vende esa misión de máxima responsabilidad en el desfile; hay que saber, sentir y entender; haber sido bancero, mejor todavía puntal, cocinero antes que fraile, servidor servicial en sufrimiento y éxtasis; ganarse los galones, el respeto, el carisma. Y si a eso le sumas un liderazgo exultante, como un sol de mediodía, un talante arrebatador y un talento áureo, he aquí a Lorenzo, el más grande, como el Marcial de la franela o la Jurado en masculino.

Cuento tres detalles, de amarillo y rojo, de oro viejo y granate. Uno, en las puestas, con el Cristo en vilo, colgado de un hilo hacia sus andas, muchas manos y creciente guirigay; entonces tronaba Lorenzo: “¡A mi voz!”. Y se hacía el silencio; todos obedientes, sin rechistar y eficaces. El segundo, minutos antes, con el Cristo estirado sobre los bancos de “El Salvador”, recién bajado del retablo: lo besaban las hermanas más antiguas, con discreta unción, y, en seguida, lo dejábamos con Lorenzo mano a mano, destapando éste el tarro de las esencias y las fórmulas magistrales, hasta acariciarle el rostro con un suave pincel mojado en clara de huevo y otros ingredientes ya secretos; a solas con Dios, por él del todo reluciente y perfecto. El tercero, ya el Viernes, mediodía, a punto de salir, ya tallados y ordenados, tensos y en capilla; Lorenzo purísimo: “Cuando yo me levante el capuz, lo hacéis vosotros”. Le puse estas palabras, suyas, en mi Pregón del 87, citando fuente y añadiendo de mi cosecha la conclusión: “O sea, nunca”. Él me las escuchó en San Miguel, en su rincón predilecto, sentado junto con Carlos tras del piano escondido, y luego me vino a ver: “Toma, que te has dejado el texto olvidado en el atril”. Cierto como haber Dios.

Y ya me voy con él a su Jueves del alma, porque Lorenzo era del Cristo, pero es que el Jesús del Puente era, directa y rectamente, suyo. Por supuesto que hizo el itinerario vital completo: crucecita infantil, tulipa en la fila, bancero, Capataz; hasta Secretario y lo que hubiese querido e hiciese falta. Nadie como él. Indiscutible. Admirable. Admiradísimo. Miraba por la Sagrada Imagen día a día, sin falta ni omisión, como un hijo solícito hacia Nuestro Padre, que lo es, lo mismo que Lorenzo era nuestro hermano mayor. Su cetro en Procesión devenía cayado de pastor, emblema y faro. Y dictaba magisterio insuperable.

He de elegir aquí sin quererlo, para ajustarme al obligado canon de extensión en prensa, entre casi infinitas situaciones memorables, excepcionales, místicas. Es que lo de Lorenzo en Jueves Santo es toda una epopeya, esto es, conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente. Ya quisiera yo hacerlo para él como merece, dando el do de pecho, a pecho descubierto y rostro velado por el capuz que nos da luz. Sin remedio me dejo en el tintero demasiadas cosas, al fin imperecederas, inolvidables como la fragancia de una rosa de abril, divina de Pasión.

Y puesto en este trance es que no tengo duda alguna: Jueves Santo de 1985. Puedo decir, y digo, que ahí cuajó definitivamente una manera, un tono y un tino, una esencia, un estilo. Una identidad reconocible. Realidad que recordada es leyenda. Y que pasó, para quedarse por siempre.

Con el recorrido antiguo, cercanos el fin y la medianoche, desmembrado el cortejo, regresaba el Jesús apurando Calderón de la Barca, con Lorenzo al frente. Entrando en La Trinidad se abrió el cielo y principió un diluvio digno de Noé, atroz e inmisericorde. Aquello era increíble pero cierto, convirtiendo el sorprendido Bulevar en un Júcar torrencial sobre asfalto. Jarreaba. En un santiamén y en desbandada se vaciaron del todo las aceras y las filas. Enteramente. Quedó estoico y fidelísimo, tapado y valiente, un único nazareno de tulipa: Don Francisco León Meler. Al costado diestro, ya de paisano, otro nazareno de postín: Don Salvador Zanón Mercado. Y a su lado, pareja atónita y privilegiada, Luz María y yo, poniendo en práctica la letra y música del paisano nuestro: “el amor es un paraguas para dos”. Nos calamos a conciencia, chorreando. Daba igual, porque vimos y vivimos una epifanía, una transfiguración, la gloria bendita en la santa tierra de Cuenca.

Con el Paso parado, Lorenzo se acercó a sus banceros impertérritos, ordenando: “Vamos a llevarlo como si no lloviese”. Casi nada. Todo. Y el Jesús echó a andar, caminando sobre las aguas turbulentas. Y sus cirineos de a pie, tapados y callados, acortaron todavía más el paso, cada vez más lento y pausado, despacioso, solemne, obedientes a su Capataz, acaso sin pensar que estaban haciendo historia. Es que estoy escribiendo esto y se me saltan las lágrimas.

Remeros en la tempestad, avanzaron, héroes del silencio, que son mudas las horquillas del Jesús sanantonero. Empapados de agua y de amor, que así lo dije y repito. Hasta el Puente. Hasta la Iglesia. Hasta su casa de Dios. Y en esos pocos minutos, que son un instante para la eternidad, se consagró la gesta y se definió, definitivo, ese paso del Jesús del Puente genuino, esto es, auténtico, propio, legítimo y característico, una limpia ofrenda, un sentimiento, una brillante tesela del mosaico bellísimo y completo que es nuestra Semana Santa.

Unos lo hicieron y otros lo heredamos, cuidadosos al máximo, y así seguimos, leales. Pero el mentor, el decisor, genial y clarividente, el más capaz de todos los formidables Capataces, fue, es y será, excelentísimo, lustroso ilustre, venerable y eterno, nuestro Lorenzo Carretero Almagro.

Fueron duros con él sus últimos años terrenales; los soportó con entereza hasta jovial y esa sonrisa pícara y benigna que nos iluminaba. Comenzó, sin solución, a quedar vacío su balcón presidencial de Alfonso VIII, ante el cual le rendíamos homenaje, como atestigua, oro en paño, la exacta foto de Jesús Morón. Y ahora que Lorenzo es ya una estrella que rutila en el azul noche, saben Dios y él que lo volveremos a hacer, en el mismo lugar y con su misma gente. El Jueves Eusebio nos mandará parar. Y el Viernes José Antonio, que ya me lo ha dicho y yo con él a muerte, a vida, se lo va a cuadrar, al Cristo, milimétrico, en línea recta horizontal; otra vez.

Quizá relucirá mejor el cielo. Será porque Lorenzo, con la divina venia, le ha dado un par de primorosas manos de pintura.