Azul tarde en azul noche

    José Miguel Carretero Escribano

    Sueño un Miércoles Santo ideal y vivido. Vivo y vivificante; vívido y precioso. Y cuando el sol de su media tarde limpia y clara, despejada de bardas, ya anhela buscar el horizonte, entonces el azul del firmamento torna del tono intenso hacia el purísima de las Inmaculadas de Murillo, hacia el celeste de nuestras túnicas de La Amargura.

          Es el día. Es el momento. Asoman la luna y los capuces blancos, arracimados en torno a las Iglesias, al lar y al altar; van a salir los Pasos de su clausura, acabada la espera de esperanzas.

           Pronto asciende el cortejo, como un imposible río aguas arriba hacia “El Salvador”. Y allí se juntan cielo y tierra: todo lo llena el azul celeste ante la fachada del nazareno Templo, abierta ya su puerta cual sagrario. Azul arriba y abajo, a pie y en pie y en vuelo. Se encienden las tulipas entre destellos de flash en un instante acaso efímero, unos dirán que mágico y yo digo que divino y eterno. Y todo fluye y confluye.

          Subo enseguida, con cuidado de no pisarme la túnica, por el lado derecho del Jardinillo y, doblando el Jardín de los Poetas, por San Martín, procurando remontar. Rezo al tiempo un rosario inconcluso y pienso lo de siempre en este trance: es que soy hermano de cuatro del Miércoles y sólo, solo, puedo desfilar con una; pero las siento a todas y, claro, también a las otras tres. Al menos, cierto es que con todas ellas, las siete, he colaborado y de mil amores; así me consuelo, ganando el disfrute.

          Camino arriba me recreo con mis sentidos y sentimientos: de Alfonso VIII llega, tenue y certero, el sonido de las marchas (por ahí va El Beso de Judas) y algo más adelante retumban los tambores de la cabecera a la altura de la que fuese curva del estanco, anunciando al Huerto; a la diestra me regalan la vista Los Tiradores, el Auditorio y encima, majestuoso, el Cerro del Socorro, con el faro pétreo del Sagrado Corazón. Me emociono.

         Es que Cuenca es única, y ya basta de ñoñerías políticas y de absurdos complejos: tenemos una Ciudad-Paisaje extraordinaria, singularísima, y, de largo y ahora más, por supuesto que la mejor Semana Santa de esta Región, pero es que ya quisieran las otras cuatro grandes de España (Sevilla, sí, sí, también, Valladolid, Málaga y Zamora) poseer nuestro escenario, la roca viva, las empinadas cuestas, las curvas de la Audiencia y del Escardillo, las estrechuras del Peso, la Calle de San Pedro, hasta las yedras de Zapaterías y el árbol del amor. O acercarse a nuestro calado social cofrade, estadísticas en mano.

        Y de imagineros y Pasos, cuando queráis comparamos: si es que procesionamos incluso un Cristo de marfil filipino del XVII y a Marco Pérez sólo le faltan siglos, pero no lo supera, mano a mano, ni Gregorio Fernández: mirad, admirad, sus Descendimientos.

        Entre tanto llego, más despacio, a Palacio. La tarde se consume; la noche se consuma. Me asomo a la Plaza Mayor a los pies de la Catedral. Es un gozo inefable la contemplación desde allí de lo que se acerca y entra, las olivas que cimbrean, las tulipas que titilan y marcan el sendero. Huele a cera, a hogar, a Cuenca. Y cuando aparece La Amargura cruzando los arcos, arropada entre filas casi interminables, al paso el Paso, cuidadísimo y suave, hasta centrar el plano, es un embeleso que te envuelve: azul tarde en azul noche.

          Es una realidad. Y, sobre todo, es un verdadero milagro, impensable hace apenas unas décadas.

        Por eso, con la venia, echo la vista atrás; si fuese una película, para formar un flashback, o, si obra literaria, firmar una analepsis. Llámese como se quiera, es mi personal testimonio, directo y por derecho.

          Y me doy una vuelta por el pasado difícil, paupérrimo y dignísimo. Era el sino común de las Hermandades pequeñas, con muy pocos inscritos y acentuando las penurias los que, por paradoja, eran sus signos más sensibles y visibles: aquí, en particular, la rareza celestial de una túnica, única, con azul exclusivo, imprescindible y diferente.

        Eso mismo nos procuraba una especial cercanía solidaria entre quienes compartíamos parejos apuros. Hablo, escribo, de hace medio siglo. Y el día de la puesta en “El Salvador”, que era el Lunes Santo, sin ir nadie sobrado, era duro vernos una escasa cuadrilla de ocho o diez, niños incluidos, en el rincón de La Agonía y otros tantos, o menos, en el de “San Juan y la Virgen”, que así llamábamos a su Hermandad y Paso.

        Más de una vez hubieron de bajar los amarillos a buscar, de urgencia, refuerzos a “Botes” entre los parroquianos para poder mover las andas; al fin, era, en la letra y en la praxis, la Sagrada Escritura: “el vino que alegra el corazón del hombre”, del Salmo 104.

         Y los celestes veían el cielo abierto cuando llegaba Matilde con Don Emilio, cargados de ropajes añejos, sabanillas níveas e ilusiones a manos llenas. Y de amor.

         Con mucho sacrificio los Pasos quedaban puestos y listos, acicalados en su humildad, para la Procesión ardua, con banceros heroicos y acaso una decena o docena de tulipas en cada fila; nada más. Y nada menos.

         Fue por entonces cuando los mozalbetes casi todavía imberbes y los jóvenes ya algo más cuajados, con la mili hecha y las ideas clarísimas, se conjuraron entre sí para levantar el vuelo sin perder las esencias. En el Templo y en la Calle.

           Lo que pasó en La Amargura tiene estos nombres y apellidos: José López Moya y Pedro Paños Ruiz. A la par y juntos. Los he puesto por ese orden, alfabético y de edad, pero eso no les importa: son hermanos y al unísono van. Y ya sé, porque lo viví, que otros les ayudaron: veo, por ejemplo, a Don Mariano Buendía subido a las andas, impecable con su traje y su corbata, colocando las coronas, asistido por Conchi Serrano, y a Paco, a Pepe Bodoque con su entusiasmo arrebatador, a los chavales de la nueva hornada con sus hombros ya de hombres (los Lacort Cabrera; también Rubén, Carlos, Javier; para mí, en especial, mi queridísimo José Antonio Barrasa). Y, por supuesto, me dejo otros y otras más que me disculparán.

        Pero Pedro y Pepe fueron, todavía hoy son, la cabeza. Había que arriesgar, discurrir con audacia, apretar los dientes y dejarse la piel; ser inteligentes, generosos y abiertos. Trabajar como yo no he visto a nadie hacerlo tantos años seguidos.

         Resumo ahora unas cuantas cosas de esta pareja impar, de hecho y por sus hechos. Así, suya es la patente del “vale”: la Hermandad te paga la mitad del coste de la túnica, capuz y cinturón, presentando la papeleta adjunta a tu citación en la tienda de tejidos con tus datos personales. Fue una revolución silenciosa, la mejor inversión: se agotaban las piezas de tela y en “Bácara” no daban abasto. Luego copiamos otros. Y las filas nazarenas comenzaron a crecer, a alargarse, a repoblarse. Azul inmenso.  

        Se cuidó con todo mimo la puesta en escena del Miércoles, aquí con un detalle para mí muy principal y con un cooperador necesario: Don Francisco Bermejo Bustos, el Párroco del Cristo del Amparo. Y me mojo, con perdón y sin lluvia aguafiestas, explicándome. Nunca he estado en contra de las Presidencias Oficiales y sus discutibles peculiaridades: así, la del “Silencio” desde San Esteban hasta San Esteban; la de “En el Calvario” desde y hasta “El Salvador”. Pero una Procesión existe desde que está una Hermandad con su Paso en la calle y hasta que se retira o guarda el último de los Pasos. O sea, para ser exactos, el Viernes al mediodía desde que sale La Exaltación y el Miércoles hasta que terminan el Ecce Homo y La Amargura.

         Y en esos tramos, bellísimos, desde luego que no sobra un Concejal ni un Representante de la Junta, pero lo que no debe faltar es un Sacerdote. Y ahí llegó el fichaje estrella del Cura Paco, revestido con casulla y luciendo bonete de cuatro picos, muy lustroso él y bien escoltado entre capuces, para acompañar al Paso de la Virgen y San Juan desde Aguirre.

        Doctorados en relaciones con el clero, Pepe y Pedro consiguieron dos hitos decisivos. El primero, en “El Salvador”, fue entrar en la Capilla de Caballeros, con retablo propio: porque antes las dos Imágenes ocupaban, separadas, sendas peanas discretísimas debajo del Coro, una en cada esquina, rompiendo la compaña santa. Aquello se acabó en una operación sutil, con el Párroco Don Santos de por medio y mucha labor de sacristía. Y a la vista está.

         El segundo parecía una imposible quimera, pero nada se les puso por delante. Lograron, con el Patronato Palafox, la titularidad de la que bien llaman, pues lo es, Sede Museo de la Hermandad, en Plaza de la Esperanza n.º 1. Una preciosidad con el espacio aprovechado al milímetro y con el añadido ulterior de la sala de andas con entrada por la castiza Placeta de las Escuelas.

         Es una delicia visitar esta casa fraterna, en especial para disfrutar del Belén concebido y hecho por Félix Soriano, récord de visitas cada Navidad, pasando antes por el acceso repleto y angosto. Y para mí un honor verme entre la lista de Pregones enmarcados de la pared: el mío lo entregué manuscrito, nada de a máquina, y con una portada que me dibujó Aurelio Cabañas, primorosa como todo lo suyo, y ya nuestro.           

          Suma y sigue. Multiplica y prosigue. Real, con mayúscula y significado polisémico. Porque lo más real de todo son los resultados. Y compendio: La Amargura es una Hermandad hecha a pico y pala, manteniendo la humildad y, sobre todo, sin perder jamás el norte.

         Ahora son, somos, casi dos mil hermanos y hermanas, la séptima más numerosa de Cuenca, cuando en ese tiempo pasado y recordado es que no llegaban ni a doscientos en lista: por eso dije que es un milagro, humano y divino.

         Vuelvo al azul, para hacer el final con La Amargura. Canta el Huécar bajo el puente en la Puerta de Valencia y el refrior de la Hoz conforta a los banceros pero hace tiritar a los de las tulipas; siguen siendo muchísimos, varios centenares, con una lealtad total y sin fisuras. No existe el tiempo.

       Y, conforme subimos por Alonso de Ojeda, no paran de sonar las marchas, las rituales de siempre y las novedosas: “La Amargura con San Juan”, obra estupenda de José Antonio Esteban Usano a partir del propio Himno por él compuesto para Coro mixto y órgano, y con letra de José Bodoque, pura poesía.

        Dobla el Paso las dos últimas curvas; bisa, en un beso, la Banda “San Juan”. La emoción ya nadie la contiene. Se abren los sentimientos y la puerta del Templo. La Plaza, otra vez, está repleta: ahora es azul tarde en el azul de la noche que ya es madrugada.

         De cara y muy despacio, marcando el paso con el Himno Nacional de España, patria grande de la patria chica, hombros enamorados acercan a la Virgen y a San Juan hasta cruzar el umbral. Todo culmina. Mangana da las tres.

         Serán después los abrazos, el bullicio del “gasto” compartido, con los primeros recuerdos de lo que apenas acaba de suceder. La despedida y las promesas.

            Y, al fin, se hará el silencio bajo la luna cándida color pureza, henchida de Pasión.