Pepe López Moya: el cielo ya es más azul

José Miguel Carretero Escribano

Me encargó el primer obituario de los ya bastantes que llevo escritos. Se acababa de morir Don Manuel Sáiz Abad, factótum de la Junta de Cofradías, y en el velatorio a la antigua (en su casa de Princesa Zaida, nada de tanatorios todavía inexistentes) nos juntamos nazarenos de toda edad y condición, arropando a Amalia, a Mila y a Chencho; yo iba, claro, con mi padre Miguel, gran amigo del inmenso Manolo. Y se nos acercó Pepe López Moya, presto y directo, ordenándome que redactase algo urgente para el periódico local. Él era ya el Tesorero de la Junta, el más joven de ese quinteto perdurable de “La Mesa”, que deberíamos seguir sabiendo recitarlo de corrido, como las delanteras míticas; a saber: Cabañas, Villanueva, Eduardo, Pepe y Don Santos. Tiempos. Hombres. Historia.

Y así, ahí, año 1981, empezó una relación más estrecha con “Pepe el de la Tabacalera”, como lo llamamos en mi familia, antes de que para el común la cosa se fuese acortando a “Pepe tabacos”. Y desde entonces hasta hoy, toda una vida vivida, la gran suerte de haberlo tenido, los inolvidables hechos compartidos, la estela segura de su ejemplo, la pena por los últimos reveses sufridos. Y el diez de diciembre del veintidós, su tránsito a la Gloria.

Me voy al día siguiente, domingo once. Nos acercamos conmovidos a su Barrio adoptivo y precioso, empinado y amable, con las hojas del otoño decorándolo todo; para despedir a Pepe, a las once, en la Parroquia de la Fuente del Oro. Se llenó del todo la Iglesia alta y erguida, entre feligreses vecinos y otros conquenses llegados del otro lado del Júcar, del Huécar y del Moscas; era una mezcla de gentes y sensaciones confluyentes, porque todo el mundo del pequeño gran mundo nuestro conocía a Pepe y, lo esencial, lo quería. Es que se lo merecía; punto.

Nos confortó la ceremonia, regida por el Cura Jesús Ramón Page, heredero del precursor Don Perpe. Desde luego estuvo sembrado, como suele. Él no se acordará, pero a este Page lo conocí en el añorado frontón de Los Paúles, jovencísimo, casi todavía un niño, peleando cada punto a raquetazo limpio con los algo más mayores como yo. Sigue igual de tenaz y con una teatralidad peculiarísima en su oficiar, didáctica y eficaz, yo creo que ya superando la memorable del histórico Jans, o sea, José Antonio Navarro Saugar. Es que le sale y sobresale. Además es Capellán y Bancero, no importa por qué orden.

Y lo que era un fúnebre rito de tristuras en fiesta cristiana devino, de vino y pan y guitarras: “Ay, Pepe, Pepe, mira que cisco tenemos aquí montao…”; porque aquello era, y es, todo un montaje con enorme escenario belenístico en el altar y además, no casual, causal, tocaba celebrar la Misa del tercer Domingo de Adviento (en latines “Gaudete”, de la alegría, lo mismo que el cuarto de Cuaresma es el “Laetare”, cercano a la Pascua, de Resurrección) y de ahí la muy inusual y llamativa casulla rosa del sacerdote, color felicidad.

Así es que sonreimos antes de, a la salida, volver a llorar. Y, aunando nuestras Vírgenes nazarenas, sentimos a la vez Amparo, Esperanza, Angustias, Soledad en compañía; netamente, Amargura.

Y a esta palabra quería llegar. Porque, en su arco iris de colores, Pepe es eternamente azul, celeste, purísima, el de las Inmaculadas de Murillo y el de nuestras túnicas de La Amargura, del “San Juan y la Virgen” como me enseñaron a llamarla en mi casa, en la de Don Emilio y Matilde y en las antañonas reuniones con los gloriosos inmortales. Ahora él ya lo es también; bien mirado es que lo venía siendo en esta vida perecedera, impecable la suya, impoluta su hoja de servicios como el álbum blanquísimo de los pretores, tan albo como la toga cándida que, conforme explicaba en cátedra mi Maestro Fuenteseca con su toque de ironía, vestían los candidatos de aquella Roma republicana en señal de limpieza de miras, refractaria a la asquerosa corrupción.

Madre mía cómo hemos degenerado. Bueno, no todos, porque Pepe también y un poco de pasada, qué pasada, fue Concejal. Sí, de Cuenca, pero no como en el indeleble y celebérrimo chiste de Chiquito, gemelo de ese dicho nuestro conquense de que “pintas menos que chafach… en Madrid”, y perdón por la leve autocensura que hoy me impongo porque me da la gana.

Eso sí, añado que, por supuesto, Pepe no se ensució en sentido alguno, incluido el escatológico, acepción segunda, en el Ayuntamiento de nuestra impertérrita, preterida y preferida Ciudad. Que no medró. Que no hizo daño. Que hizo lo que pudo, en la Oposición. Y que hizo bien en dejarlo.

Al menos dobló Mangana por Pepe, en tiempo y forma, como ha hecho constar, siempre atento, José Vicente Ávila en su blog, notario de lo notable y sobresaliente, él matrícula de honor. Y como también acaba de reseñar Javier Caruda en una estupenda columna en “La Tribuna de Cuenca”, que le ha dedicado al gran nazareno. Por cierto, y por descontado, todo lo contado por Javi es rigurosamente exacto, incluida la anécdota de los bocadillos del Martes Santo. Eso era trabajar por amor al arte, a Cuenca y a Dios.

Y vuelvo al comienzo. A los obituarios. En las últimas semanas hemos tenido tremendas pérdidas sentidísimas. Así, Herminio Carrillo, al que el decente docente Martín Muelas le redactó una Carta trémula y tierna, perfecta e inigualable. Y así, Aurelio Fernández-Cabrera, de quien espero escribir algo para este medio cerca de Semana Santa. Ahora se nos muere Pepe y de inmediato llamé a Antonio Abarca: cerramos que prepararé un trabajo para el “Cuenca Nazarena” de 2023, porque entiendo que es en la Revista oficial de la Junta de Cofradías donde debe publicarse por razones obvias, como ya hicimos para el queridísimo Aurelio Cabañas y, hace dos años, para el inolvidable Don Santos Sáiz. Emplazado estoy.

Pero es que casi fue darle a la tecla de fin de llamada del móvil y éste me volvió a sonar: era mi amigo Lucio Mochales planteándome que si podía prepararle un artículo de opinión sobre Pepe para el “Voces de Cuenca”. Le pedí unos días a fin de intentar ordenarme y no afectar al futuro texto destinado ya al, en sigla, “CN”. Eso es lo que estoy procurando mientras tecleo y siento, cavilo y me emociono, recordando a Pepe López Moya, magno, magnánimo y magnífico. Ojalá que, por mi parte, sea capaz de cumplir todo y con todos. Para y por Pepe.

Voy terminando aquí y recupero el final de la Misa corpore insepulto en la Fuente del Oro. Busqué, abracé y besé a Pedro Paños Ruiz, el alter ego de Pepe en su insuperable dúo dinámico cofrade: “Es que era mi Hermano” (la mayúscula la escribo yo; los mayúsculos son ellos dos). Hicieron, rehicieron, levantaron y ensalzaron esa Hermandad suya y nuestra de La Amargura, reitero, porque me gusta decirlo y es la pura verdad, “a pico y pala”.

Escrito está. Y tuve la ocasión de narrarlo hace no mucho, más despacio y más extenso, aprovechando un encargo de Pedro, esto es, otra orden para mí de obligado cumplimiento. Ese texto lo titulé “Azul tarde en azul noche” y se lo dediqué a esos dos hermanos admiradísimos, Pepe y Pedro, Pedro y Pepe. Publicado fue y me consta que muy leído. Desde luego lo disfruté muchísimo pensándolo y redactándolo.

Ahora, de aquí a muy pocas fechas, subiremos a visitar ritualmente el entrañable y exquisito Belén que estará expuesto en la Sede Museo de la Hermandad, con entrada por la Plaza de la Esperanza, número 1. Ya no habrá que preguntar este año por cómo está Pepe. Porque ha pasado del sufrimiento a la Gloria, finiquitando su humano calvario; hasta en eso, atroz, terrible, injustísimo, ha estado cerca del Señor a quien, por su fe y sus obras, sirvió. De su “Amarrao”. De su Yacente.

Entraremos en esa Casa Hermana con unción y congoja, para avanzar cuidadosos entre sus estrechuras, con todo diseñado al milímetro y detalles bellos por doquier. Bajaremos, de uno en uno, por las breves escalerillas hasta acceder a la coqueta sala del Belén. Y sí, ahí estaba siempre Pepe para recibirnos con su sonrisa veraz y sin dobleces de niño grandón hecho hombre derecho.

Pues yo os digo que también esta vez hallaremos allí a Pepe; intuido y no entrevisto; develada para nosotros su faz inmarcesible que es espejo del alma.

No sé si para entonces habrá cesado esa lluvia tan necesaria de este diciembre imparable. Lo seguro es que, despejado o nuboso, con Pepe López Moya el Cielo ya es más azul.