Ramón C. Rodríguez
Hay una orfandad especial que se cierne sobre Cuenca cuando desaparecen las tres cruces del Cerro de la Majestad. Indiferentes al hecho de que la Pascua de Resurrección es el tiempo litúrgico más importante de la Iglesia Católica, el nazareno autóctono queda sumido en una cierta depresión tras el parto que supone la escenificación de nuestra religiosidad popular, la exposición del esfuerzo cofrade de todo un año al viento variable de la procesión. Atrás habían quedado los preparativos de la ilusión, las vísperas cuaresmales enriquecidas por las funciones de hermanamiento en torno al santo y al botellín, los conciertos de marchas “sold out” en la Musikverein José Luis Perales, y en fin, las distintas formas de pregonar la conmemoración de la pasión de Cristo que por estos pagos y en estos tiempos, se parece más a un festín pagano que a una ceremonia religiosa.
Y no es malo que sea así. Los que se rasgan las vestiduras por el botellón del Domingo de Ramos o critican la deserción posterior de las iglesias atestadas durante estos días, me recuerdan al desencanto de mi abuelo el año que decidí aparcar la tulipa que hasta entonces había escoltado a Jesús y al rumbo de su caña y anudarme el capuz al cuello para formar parte de la representación que lo escarnecía camino del calvario a golpe de grito y tambor. El ecumenismo católico por estas fechas consiste en acoger a los jóvenes que suben con sus mejores galas para disfrutar de una mañana de primavera, celebrando la vida en una ceremonia laica que incluye ver bailar una borrica por las escaleras de la catedral. La Semana Santa es tantas cosas que admite la peregrinación contrita a las Angustias y la blasfemia dolorida bajo el banzo, el delicado fulgor de Palestrina y el estruendo que ahoga el miserere.
Al amor por nuestra semana grande se puede llegar por muchos de los senderos que caben entre Carretería y la calle del Peso. Ninguno debe ser excluyente del otro, salvo que los creyentes reverenciemos nuestra fe apedreando la emoción de los ateos que lloran con la agonía del Cristo de sus ancestros, o mirando por encima del hombro a quienes se acercan a nuestra costumbre a través de la curiosidad exenta de devoción. En la contradicción que hace de esta ciudad un maravilloso enigma que no cesa, Cuenca sabe recogerse en la intimidad del Huécar cuando pasea una Virgen enlutada por los Tintes y arroparla en el bullicio del tardeo cuando se atreve a desfilar entre los bares.
La primera piedra para edificar el orgullo por una tradición que lleva quinientos años conmoviendo las miradas debe ser la humildad que construye nuestros pasos con la sobriedad que en esta tierra es el camino más corto a la belleza. La soberbia vana tras su estela marida mal con el laconismo de nuestras tallas, tan sencillas en su hornacina como sublimes sobre las andas, cuando ascienden entre las hoces a fuerza de hombro y horquilla y el “cuencalvario” es un marco donde encuentran su sentido. Algo así como el vicario de Cristo diseñando su adiós en una caja a ras de suelo para compensar la grandilocuencia del escenario dispuesto a su alrededor.
Aún lucen las cruces en la cima del monte. Tal vez la desidia funcionarial ha decidido mitigar así el corte generalizado de energía y el apagón del alma tras la fiesta.