Crónicas del coronavirus V: el fantasma de la libertad

Por Ramón Carlos Rodríguez

«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”, pero sufre a diario el acoso de los que tratan de obtener ventaja de nuestra actual situación. Se acerca el día del libro, y la conmemoración de la muerte de Cervantes nos hace recordar que el Quijote se escribió en una cárcel, allí “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. Cuatro siglos después, nuestra cárcel cotidiana no parece tan terrible si la muerte no ronda a los tuyos y no pones mucho la televisión. El gran hermano de este momento comprueba complacido lo bien que nos sienta el recogimiento, la alegría terapéutica de los balcones, los beneficios extraordinarios sobre la polución.  Cuando todo esto pase, saldremos mejores, con la casa ordenada, seremos más cultos, estaremos más limpios, no habrá dolor.

Los bulos que infectan las redes sociales no son tan peligrosos como las tentativas autoritarias que los poderes públicos proyectan aprovechándose de nuestra condición lanar. Consciente de los errores cometidos en la prevención y la contención de la epidemia, el gobierno no puede permitirse perder la batalla de la opinión pública y a este fin orienta buena parte de sus energías. Las homilías semanales del presidente Sánchez, del que sus asesores pretenden hacer una mixtura pueril de Churchill, Kennedy y Suárez, tratan de encubrir la evidencia de que el gobierno sólo nos ofrece luchar contra el virus por nuestros propios medios. El calabozo en el que resistimos es la panacea contra el enemigo frente a la inacción de unas autoridades incapaces de liderar una política eficiente que dote de equipos de protección a sanitarios y enfermos, que ponga de una vez en marcha la práctica generalizada de pruebas de detección. Resulta en cambio más fácil ensayar una deriva totalitaria dirigida a deslegitimar el control parlamentario de sus decisiones mediante la falacia según la cual no es ahora el momento de criticar sino de arrimar el hombro, como si ambas cosas fueran excluyentes, al tiempo que se intenta censurar la labor de los medios de comunicación privados, a un paso del ideal del Vicepresidente Iglesias sobre la materia. Acaso la ocultación de las cifras reales de fallecidos que se calculan prudentemente en el doble de las oficiales, sea la mayor de las mixtificaciones que ha traído este tiempo oscuro en el que no hay espacio para el luto y la verdad ha quedado abolida.

La última estrategia del entramado de imagen al servicio del gobierno ha sido recurrir a la manipulación sin complejos por medio del CIS, perpetrador de preguntas capciosas para ir orientando al pueblo sobre las virtudes del pensamiento único. Se empieza predicando la eficacia del distanciamiento social y se acaba por creer que la libertad de expresión puede encerrarse en las dimensiones de una pantalla de plasma. Contra las noticias falsas el único tratamiento aceptable es el que pueda ofrecer una justicia ágil e independiente que excluya la necesidad de usar a la Guardia Civil como instrumento para minimizar el clima contrario a la gestión negligente del gobierno.

Quien controla la información, retiene el poder. No es casualidad que en todas las catástrofes que han asolado esta atribulada tierra desde el comienzo del siglo, el terrorismo islámico en 2004, la crisis económica en 2008 y ahora esta epidemia, en la escena política se haya librado siempre una pelea feroz por la confección de eso que los cursis llaman el relato, lo cual llanamente consiste en hacer electoralismo al tiempo que se entierran los cadáveres, los que dejará la recesión que se avecina y los de verdad.

El gobierno anuncia el espejismo de la desescalada, pero el término no existe en el diccionario. Ahora que se ha incrementado el consumo de contenidos audiovisuales en nuestros hogares conviene revisar “El ángel exterminador”, la alegoría de Buñuel sobre la sociedad burguesa de su época. En ella, los personajes no consiguen abandonar una mansión donde han sido invitados a cenar. Una fuerza irresistible les impide escapar más allá de sus muros y obligados a convivir indefinidamente, les invade la desesperanza, pierden la compostura, se encanallan, se envilecen, hasta acabar mimetizándose con los borregos que cierran la película persiguiendo mansamente el fantasma de la libertad.