El rey de París

    Ramón C. Rodríguez

    Cuando en la semifinal de Roland Garros, Rafa Nadal inició el primer set con un 5-0 a su favor, Novak Djokovic, número uno del mundo, en lugar de olvidarse del primer parcial y prepararse para el siguiente, adoptó la táctica del camaleón, y con la humildad del coloso que tenía enfrente, empezó a copiar su juego paciente, luchando cada pelota como si fuera la última, intercalando «winners» con bolas altas, dejadas rompepiernas con reveses barrelíneas y aunque tras salvar seis «set balls», perdió finalmente la manga, en realidad había empezado a ganar el partido. El desenlace no llegaría hasta cuatro horas después, pero la inminencia de ese destino ya se dibujaba en el rictus serio de Nadal, que comenzó el segundo set con el cansancio mental de haber tenido que librar una batalla inesperada.

    El segundo set quedó lastrado por ese presagio. Nole rompió por dos veces el servicio de Rafa y su exactitud de metrónomo siguió clavándose en nuestro ánimo por medio de derechas envolventes y reveses paralelos que iban minando la tierra con la determinación del psicópata destinado a derribar un mito. Nadal se recuperó de la primera dentellada del serbio por su mayor talento en la improvisación cuando Djokovic lo citaba para cruzar miradas en la red, pero a medida que el sol se extinguía sobre los tejados de Montparnasse, y la bola de Rafa botaba en términos de normalidad accesible para el resto de los mortales, se instaló en el ambiente la sospecha de que la sublimación del juego defensivo con la que el manacorí construyó un imperio, quizá esta vez no iba a resultar suficiente.

    El tercer set fue un partido en sí mismo, la síntesis de una epopeya que llevaba enfrentando a ambos tenistas durante cincuenta y ocho episodios, la sinopsis en 90 minutos del juego de tronos por dominar la gloria estadística de los torneos de Grand Slam. La tónica seguía siendo favorable para Djokovic y su técnica fría de precisión sobrehumana y restos asesinos. Hasta ese momento, el serbio observaba una actitud ascética que le apartaba de otras tardes de histrionismo y fingimientos, ni un gesto de más en el jugador que atronó la noche de París celebrando a grito pelado su pase a semifinales. Caían los breaks implacables sobre las anchas espaldas de Nadal y a pesar de todo, Rafael seguía inventándose milagros para apuntalar nuestra fe en su capacidad para la agonía, contrabreak inmediato para igualar a tres, nueva pérdida del servicio en el siguiente juego y empate a cinco al límite de la épica. Fue entonces, en la zona de la verdad, donde se encogen los brazos y queman las empuñaduras, donde las almas libran una batalla psicológica cuya contemplación hace necesario abolir los toques de queda, cuando Rafa se lanzó a por el partido, ajustó su derecha y pulió su revés, pidió un par de puntos gratis a su saque precario y se colocó con bola de set, mientras el serbio empezaba a descomponerse lanzando miradas de incomprensión a su banquillo. El tenis es un deporte cuyos duelos en la cumbre pueden durar una eternidad pero la suerte del partido se decide en un instante en el que la pelota no la impulsa la raqueta sino la fuerza mental. En el punto decisivo que pudo haber cambiado la historia del partido, Nadal se conformó con su leyenda falsa de pasabolas y Djokovic repitió otra dejada homicida que Rafa ya no pudo desenterrar.

    Sólo un deportista de la dimensión de Rafael Nadal Parera puede convertir las cálidas promesas de un viernes de junio en una noche de sufrimiento en casa pegado al televisor. Ya lo logró el año pasado, cuando un domingo otoñal de grisuras y confinamiento se transformó en un día radiante de primavera, en cuanto el resplandor carmesí del polvo de ladrillo se coló por la pantalla aplazando por unas horas la incertidumbre del invierno por venir. En aquel tiempo de muerte y desesperanza, Nadal fue una de las escasas certidumbres que nos quedaron para enfrentar el destino como si nada hubiera cambiado, como si desde marzo hubiéramos podido celebrar cada una de las citas que la vida nos concede, a pesar de todos los virus que despoblaron nuestras ilusiones y la grada fantasmal de la Philippe Chatrier, patio de armas de la monarquía absoluta del Rey de París. A despecho del frío que hacía más rápida la superficie, del cambio de bolas que la organización ideó para que su mayor peso dificultara el efecto endiablado del drive liftado de Rafa y de la cubierta que aumentaba la humedad y hacía menos propicias las condiciones de la pista, Nadal no admitió entonces contestación a su despotismo trece veces reiterado, como si quisiera aportar con la victoria acostumbrada en su torneo, el bálsamo necesario para que olvidáramos todo lo perdido.

    Cuando su corazón por fin abdicó en el último «tie break» y el set postrero se iba decantando definitivamente en su contra, Nadal siguió corriendo buscando remontadas en cada rincón de la contienda, exponiendo a la cátedra el corolario de la carrera de un gigante al que no le hace falta el talento natural de Federer y Djokovic, para ser tan grande como ellos aunque no gane nunca más. El triunfo verdadero brilló como siempre en la rueda de prensa, escenario donde el mejor deportista español de todos los tiempos volvió a tratar al éxito y a la derrota como los impostores que son.