Vera Cruz: de Trento al Vaticano II sin cambiarse de hábito

La procesión del Lunes Santo, más rápida que la del año anterior, llenó las prédicas del signo de los tiempos en una jornada de especial hermanamiento bajo las andas

Vera Cruz. Foto: Paula Barriga

Si Cuenca fuese una pantalla, el botón para calibrar su nivel de contraste tendría un rango exiguo. No es territorio fértil para los matices. Del blanco al negro. Prácticamente en el mismo territorio urbano donde apenas 24 horas antes reinaban la jarana y el bullicio, se imponían casi sin excepciones el silencio y la sobriedad reflexiva de la procesión de la Vera Cruz. El Lunes Santo inundó el Casco Antiguo con sus clamores de teología, tenebrismo y devoción sin más estorbo meteorológico que algo de frío y un poco de viento.

Sin necesidad de compararse, el propio desfile es ejemplo de contraste; comprende en sí mismo dos extremos cronológicos. Su puesta escena es pretendidamente anacrónica, austera e historicista: rehabilitó esencias ya pérdidas (conocidas o intuidas) de las primeras procesiones, recreando sin bandas ni tulipas aquellos viejos desfiles que, entre rezos y homilías, sobrecogerían a la ciudad por la Cuaresma. Pero, simultáneamente, en las prédicas de cada palabra rigen los signos de los tiempos, se le pone el tensiómetro a la actualidad y se encienden lamparillas ante los altares de los santos modernos, aquellos que conocimos antes por las portadas de las revistas que en estampas y retablos. Los testimonios de Juan Pablo II y Teresa de Calcuta reverberaron esta noche sobre las antiquísimas piedras y fachadas junto a proclamas sobre el deterioro medioambiental, la eutanasia y la libertad de educación. De Trento al Vaticano II y el Sínodo sin cambiarse de hábito; una alerta informativa en el móvil con politono de de gregoriano.

Masiva presencia de público en la Plaza Mayor

Y, como el pueblo soberano sabe diferenciar lo inveterado de lo ajado, fue masiva la presencia de público en la Plaza Mayor para asitir al comienzo del desfile a las diez y media de la noche. No se alcanzaron las cifras mastodónticas del Domingo de Ramos, pero sí que se repitieron prácticamente las mismas que el Lunes Santo del año pasado, cuando el regreso pospandémico multiplicó los espectadores y los llevo a registros inéditos. La salida del Cristo de la Vera Cruz -talla dieciochesca de autoría anónima, probablemente de la escuela cordobesa- fue recibida con un silencio mayoritario, aunque de locales de la zona y de túneles cercanos llegasen murmullos varios, reactivados después al pasar la procesión con los consiguientes abandonos hacia las calles adyacentes.

No ayudó a crear un clima de mutismo absoluto -como el que se impondría en casi todo el recorrido- la insuficiente megafonía que tenía que amplificar la microhomilía del obispo, José María Yanguas, que apenas pudo escuchase en el extremo más cercano a los Arcos del Ayuntamiento. El prelado, como siempre, reflexionó a las puertas de la Catedral sobre la primera de las siete palabras de Cristo en la Cruz: «Padre, ¡perdónalos, porque no saben lo que hacen!». A pesar de la reiteración de temática y autor, ofreció nuevas perspectivas a una de las grandes cuestiones teológicas de todos los tiempos. «A los hombres nos resulta difícil admitir que existe un Dios que ‘perdona’, más aún, que perdonar es verdaderamente ‘propio’ suyo, algo muy suyo; que sólo Dios perdona hasta el fondo y se apiada de él».

«En realidad, lo que no comprendemos es el alcance infinito de su amor, y que el perdón es lo más propio de ese amor Es el misterio de Dios» -continuó Yanguas-  «Pero no necesitamos entender. Nos basta admirarlo, agradecerlo, acudir a él, experimentarlo y gozarlo en el sacramento de la penitencia que es ¡sacramento del perdón!».

Un hábito morado entre túnicas negras como muestra de hermanamiento

Una Anteplaza que aún soportaba los ecos de las corrientes de público evacuándose por callejones y bocacalles, dio el turno al hermano Fernando Ruiz ante el convento de las Esclavas del Santísimo Sacramento y ya con una megafonía mucho más eficaz, como la del resto de la noche. «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso», la promesa de Jesús al Buen Ladrón era el punto de partida. La actitud ante Dimas -y ante Gestas- sirvió al cofrade para resaltar que «Jesús nos dice que no estamos solos, que siempre nos tiene presentes. Jesús nos quiere ver a su lado y él siempre nos guía por buenos caminos hasta el final de nuestros días».

Los latines del Coro Alonso Lobo, dirigido por Luis Carlos Ortiz, le dieron la réplica. Fueron el único acompañamiento musical de la noche además de la esquila y del tambor ronco que iba marcando el paso a unos banceros que eran más que nunca -se habían añadido cuatro puestos- y entre los que se encontraba un miembro de la hermandad de la Vera Cruz de Villar de Domingo García. No vestía el negrísimo hábito de la cofradía capitalina sino el de la corporación alcarreña: túnica morada, guantes blancos y cordones amarillos. Y es que a veces la indumentaria no define las fraternidades. Se le había cedido un puesto bajo las andas como una nueva de la intensa vinculación de entidad de la ciudad de Cuenca con sus homónimas y homólogas de la provincia. También volvieron a desfilar representantes de las de Mira y La Peraleja. 

Al llegar a San Felipe -y tras uno de los tramos más íntimos del cortejo- se escuchó el sermón de Guillermo Latorre, hermano mayor presidente en este 2023. Tercera palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, hí tienes a tu madre». Destacó que «no hay riquezas, ni propiedades, que puedan igualar el gran tesoro que nos dejó Jesus, a su Madre, a María. El dinero, lo material, va y viene, tiene fin, como nuestro cuerpo, pero el amor de una madre es infinito». Abundó en esa idea para señalar que «María nos está esperando con nuestros defectos, con nuestras virtudes, para ella no hay clases, no hay distinciones, no hay gente distinta, todos caben en su seno. No hagamos diferencias, no hagamos distinciones, como no lo hizo Jesus en toda su vida».

«El grito de los que sufren drogas, suicidios, violencia y de los que buscan la felicidad en los lugares equivocados»

Mientras la nueva naveta, donada por una hermana, nutría a los incensarios y estos, a su vez, perfumaban de religiosidad la noche, la imagen torcía con hábil solemnidad hacia la calle de El Peso buscando la iglesia de San Andrés, a la que estos días le borramos el antetítulo de (antigua) para devolverla a la función para la que fue edificada. La hermana Amparo Bodoque, otra seglar, tenía el encargo de predicar sobre la cuarta palabra, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es el grito, dijo, «de los hermanos que sufren drogas, suicidios, violencia» o de los jóvenes «que buscan la felicidad en los lugares equivocados».

Porque, según inquirió, «vivimos en una sociedad oscura, son tiempos difíciles para los cristianos» en los que impera «la cultura de la muerte». Agregó que «Bajo el disfraz de la compasión se siega la vida de los más vulnerables. El derecho a la vida se le niega a los que todavía no tienen voz para reclamarlo. Quieren prohibirnos educar a nuestros niños y jóvenes en los únicos valores que pueden hacerles libres y felices». Ante ese panorama rogó al Cristo de la Vera Cruz que insuflara fuerzas y recordó el lema de Juan Pablo II: «No tengáis miedo».

Con horquillas mudas pero que se escuchaban gracias al extroardinario silencio reinante, bajó el paso ya por Solera, cobijando como es tradicional una reliquia de la Vera Cruz y sin que sus hachones se apagasen en ningún momento a pesar del aire. Mucho tuvo que ver el ingenio y trabajo de Armando Martorell con estos elementos, cuyo sistema se ha exportado a una Semana Santa malagueña. Observaron el buen funcionamiento Rubén Collado, representante del Descendimiento ante la Junta de Cofradías; y la teniente de alcalde Saray Portillo, quienes encarnaron la presidencia institucional.

«Se sigue contaminando y estropeando nuestra casa común»

En El Salvador habló Jaime Muñoz, miembro de la cofradía, para ilustrar que el «Tengo sed» de Cristo fue inscrito por Santa Teresa de Calcuta en todas las capillas de las casas de su orden tras decidir entregarse en cuerpo en alma a Cristo y a los demás. «Jesús sediento de amor, sacia nuestra sed de amor y nos invita a hacernos cargo, junto a él, de la sed de los demás… La sed de quienes en la familia, el trabajo o el vecindario tienen necesidad de cercanía, atención o escucha; la sed de quien necesita encontrar en la Iglesia un oasis de agua viva; la sed de nuestra sociedad, donde la prisa, la carrera por el consumo y, sobre todo, la indiferencia, generan aridez y vacío interior; la sed angustiosa de tantos hermanos y hermanas a los que les falta el agua para vivir, mientras se sigue contaminando y estropeando nuestra casa común; también ella agotada y reseca, ‘tiene sed’, apuntó.

Esta procesión llena la ciudad de trampas contra la indiferencia. Su cebo es la puesta en escena, la estética, la belleza sensorial. Y atraídos por todo ello se acercan los que se pensarían mucho más franquear la puerta de un templo, alérgicos a curas, cultos y lecturas. Los que no oyen misa o la oyen sin escucharla. «La Biblia es un libro que si tú lo analizas…», iban comentando dos jóvenes muy jóvenes mientras se desvían ya hacia las escalerillas del Gallo, pura conversación de exégetas.

Filas compactas y final más temprano

La procesión siguió su discurrir hacia la Puerta de Valencia, donde el público procedente de cenas de hermandad y eventos similares iba añadiéndose a la nómina de admiradores. También se mantenía fiel un grupo no muy numeroso de devotos que fueron siguiendo todas las Palabras tras la comitiva. En las Concepcionistas de la Puerta de Valencia la predicadora fue María Fe Moral Coso, otra hermana de la Vera Cruz. Todo está cumplido. «Yo quiero, como Tú, Jesús, cuando exhale mi último aliento, cuando mis ojos cansados se cierren, poder decir que todo está cumplido… Quiero poder decir que he cumplido como hija, como madre, como cristiana… Y poder presentarme ante el Padre tranquila, en paz, con la confianza de una hija que regresa a la casa familiar; con las manos llenas de amor y obras buenas», manifestó.

Con muy poco público ya en zonas de Las Torres y Aguirre la hermandad afrontó los siempre difíciles últimos metros. Sus filas no eran muy numerosas -nunca ha sido una cofradía de vocación multitudinaria- pero sí muy parecidas a las del inicio, sin apenas bajas y casi siempre muy compactas. Alrededor de dos centenares de participantes, incluyendo coro y banceros, acompañaban a su titular hasta San Esteban donde, allí, sí, volvían a esperarle devotos y espectadores. Todos escucharon al párroco y vicario general de la Diócesis, Antonio Fernández Ferrero, quién tuvo como misión glosar la séptima y última Palabra: «En tus manos encomiendo mi espíritu». El sacerdote puso deberes a los presentes. «Todos los que estamos aquí somos capaces de poder dar ese grito (…) en tus manos pongo ese defecto que me cuesta cambiar, esa adicción que me está esclavizando, estos rencores y odios que me llenan de orgullo, esas personas de fidelidad a las personas a las que me quiero. Entrega tu espíritu al Señor, ya, ahora, en este momento».

Sonó otra vez el Coro Alonso Lobo y el Cristo se adentró hacia San Esteban mientras su sombra se escurría por el techo de la iglesia, como un reptil asustadizo escapando del sol. El cortejo cerró a la 1:14 horas de la madrugada, diecisiete minutos antes que en 2022. Entre ayer y hoy, con minúscula y mayúscula. 

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