Nomadland

Ramón C. Rodríguez

La ceremonia de los Óscar aparece cada año reponiendo en nuestra mirada el recuerdo adolescente de la expectación pegada a la pantalla, cuando por fin llegaba el conticinio y la madrugada aún no terminaba abruptamente en la jornada laboral. Por aquel entonces, algunos veíamos la última de las películas nominadas la misma noche del acontecimiento y una vez cumplidas nuestras obligaciones cinéfilas, hacíamos la quiniela sobre las páginas satinadas del Fotogramas, en las que el boli bic cristal resbalaba un poco al marcar la cruz en la casilla del mejor actor secundario. Hoy las plataformas nos facilitan la tarea de alcanzar la ceremonia convenientemente informados, ya sin aquella ilusión mitómana por las películas que nos hacía vibrar de indignación si tras la letanía del “the winner is”, la agraciada era “Gandhi” y no “Veredicto final”.

Cuarenta años después de aquella fiebre, preferimos encadenar los capítulos de una serie desde la fila cero del sofá, pero de vez en cuando brotan gemas que provocan la emoción de antaño y sobresalen entre el panorama anodino del cine actual. La de este año es “Nomadland”, película cuya nominación hubiera sido imposible en ese futuro de diversidad en el que la Academia de Hollywood impedirá que opten a los premios las cintas que no cuenten con un protagonista perteneciente a una minoría racial. El desarraigado “casting” de nómadas blancos de la América profunda cuya felicidad reside en una furgoneta, hubiera debido incluir un treinta por ciento de etnias alternativas para ver premiada la labor de su directora Chloé Zhao, de origen chino, la segunda mujer en la historia que gana en esa categoría.

“Nomadland” es el arte de reinventar la poesía filmando actividades tan prosaicas como la recogida de la remolacha. Las historias de los desheredados de la crisis económica de 2008 encuentran en la escritura minimalista de Zhao el tono exacto de su propuesta vital, la elusión de lo superfluo, el elogio de la frugalidad, convirtiendo la necesidad de vivir en una economía de subsistencia en una elección compatible con la alegría. En las costuras más injustas del capitalismo también habita la redención del hombre solo, si te acostumbras a dormir sin echar de menos un colchón mullido, un cuerpo al costado y sabes dimitir de la dictadura de la sociedad de consumo.

En este caso, el hombre solo es una mujer, Fern, inolvidable Frances McDormand, cuyo rostro es un lienzo capaz de contarnos las heridas del pasado sin un gesto de más. Frente a las opciones de vida convencional que se le ofrecen en el camino, Fern escoge el estoicismo agreste de la libertad, el sentido telúrico de la existencia y el abrigo de la naturaleza para enfrentar la senda sin miedo, porque no puede haberlo cuando se ha perdido casi todo y tu principal problema es encontrar un sitio en el mundo donde aparcar.

Esta “road movie” con hechuras de “western” sin malos, no necesita enfatizar su mensaje contra la explotación laboral que ejercen las grandes corporaciones para hacerse entender. Los nómadas que la protagonizan son en la mayoría de los casos, personajes reales que representan al millón de personas que en Estados Unidos ya no persigue las uvas de la ira y vive en casas rodantes, transitando el reverso del sueño americano, ése en el que la Navidad se celebra cenando una hamburguesa en un camping de Amazon en el que no es probable la aparición de Santa Claus.

Como el soneto dieciocho de Shakespeare que recita Fern ante un joven perdido, “Nomadland” está destinada a perdurar y con ella, la historia de estas gentes sin casa pero no sin hogar, cuya vida está llena a despecho del frío y de las ruedas pinchadas, la intemperie cubierta por la amabilidad de los extraños, la soledad buscada esculpida en plano secuencia. Una filosofía especialmente valiosa para estos tiempos pandémicos en el que nadie está exento de salir malherido de las incertidumbres del destino. Nos vemos en el camino.