Ramón Carlos Rodríguez
Como las bicicletas, la nueva normalidad es para el verano y el distópico neologismo se asienta en nuestras vidas con la misma perplejidad con la que un virus fantasma llegó, suspendió la primavera y permanece agazapado entre la incertidumbre de su otoñal regreso instalada en el miedo de la gente. La memoria de cuarenta mil de los nuestros nos recordará para siempre el oprobio de un tiempo en el que fueron desalojados de un barco donde se creían a salvo, mientras las autoridades en las que habían depositado su confianza navegaban por la desgracia con la impericia del capitán que prioriza su mantenimiento en el puente de mando al bienestar de su pasaje.
La configuración de un gobierno sin experiencia ni cualificación suficiente, conformado para dar satisfacción a las distintas ambiciones entre las que había que navegar para alcanzar el poder a toda costa, se demostró fatal a la hora de hacer frente a la crisis. Un ministerio de sanidad vaciado de competencias durante el proceso de descentralización autonómica no supo gestionar la asunción repentina del mando único y se dejó enredar en una vorágine de test falsos y equipos de protección defectuosos que contribuyó a empeorar una situación que ya venía lastrada por la incuestionable falta de previsión de los científicos a su servicio.
El pecado original de las autoridades fue no saber prepararse para el desafío sanitario cuando desde el treinta de enero la Organización Mundial de la Salud venía alertando sobre la dimensión global de la pandemia y la necesidad de aprovisionamiento de material para hacerle frente. La gran negligencia cometida trasciende a acontecimientos puntuales como los actos masivos del ocho de marzo, en los que todos los grupos políticos participaron de una u otra manera siendo conocedores de las advertencias de la OMS, lo cual nos conduce a la certeza de la inevitabilidad de nuestro destino aunque éste hubiera sido manejado por gestores de distinto signo.
El gobierno ha tratado de excusar su errada estrategia recordando la herencia recibida, la pujanza turística de nuestro país o el consuelo imposible de los desastres similares ocurridos en otras latitudes. Sin embargo, el colapso del sistema de salud tiene menos que ver con los recortes de la última década o con el tránsito de viajeros que con el hecho evidente de no haber cerrado las fronteras ante el ejemplo italiano y haber pospuesto el confinamiento, optando solamente por medidas de contención pese a los primeros datos de crecimiento exponencial del contagio comunitario. Grecia, décimotercera potencia turística mundial, el país europeo cuya sanidad se vio más afectada por el rescate europeo ha suplido la falta de medios ocasionada por recortes que llegaron a afectar al cuarenta por ciento de su presupuesto sanitario, con medidas de aislamiento desde el primer muerto que le colocan en una de las tasas de letalidad más bajas de Europa, con apenas doscientos fallecidos a día de hoy. El ejemplo griego nos demuestra que la respuesta tardía a la epidemia fue el factor clave para que España sufriera el confinamiento más duro y largo del continente y de su mano, la crisis económica más profunda, que los indudables aciertos del ingreso mínimo vital y los ERTES sólo aciertan a parchear y cuya salida en el tiempo aún no se adivina.
La imprudencia cometida va más allá de las escaramuzas judiciales acerca de una relevancia penal difícil de acreditar técnicamente. Es independiente incluso de la torpeza del gobierno que nos ha tocado en esta hora y se extiende a todos quienes llevan ignorando las voces que desde hace tiempo clamaban en el desierto sobre la necesidad de preservar la biodiversidad y proteger los ecosistemas como la mejor de las vacunas. En España, los sucesivos ministros del ramo siempre han sido los floreros de cada gabinete, sin un peso real que les permitiera pasar de las declaraciones programáticas a un compromiso presupuestario serio que nos preparara para las profetizadas pandemias. La penuria económica que amenaza nuestro futuro confinará de nuevo en el territorio de las buenas palabras los eternos propósitos de invertir más en ciencia y en investigación, como corolario del triste destino de un país que ya disfruta del regreso del fútbol, pero aún desconoce un plan coherente para la educación de sus hijos.
España es una nación desdichada que lleva cinco años en campaña electoral, nuestros representantes más preocupados por el rédito político de sus acciones que por la eficacia de las mismas. Creíamos que la huida del bipartidismo haría necesarios los consensos y ni en las peor crisis del siglo, hemos sido capaces de remar unidos. La mascarilla ideológica nos acompaña desde el primer momento y mientras la derecha denuncia un estado comunista que no existe, la izquierda alerta de un golpismo imposible. Ni siquiera el terrible gerontocidio que ha dejado a miles de ancianos postrados en las camas de sus residencias esperando inermes a la muerte, ha podido sustraerse a la batalla política indecente en la que nuestras administraciones se lanzan los muertos a la cara para eludir una responsabilidad que afecta a todos, a las comunidades por la gestión y al gobierno, por omisión.
En su última homilía sabatina, el presidente saluda el oxímoron de la nueva normalidad y lo hace mintiendo varias veces en los primeros cinco minutos. Frente a las voces legítimas que claman por el fortalecimiento de lo público, no nos queda otro remedio que encomendarnos al respirador de la sociedad civil, que debe tomar la iniciativa de la situación en un país asolado por décadas de malos gobernantes. Nos toca acogernos al refugio de la responsabilidad individual, pero a los que llevamos gafas la mascarilla nos impide ver el suelo que pisamos y nos empaña la visión del horizonte.