Fragmentos: Viernes Santo

Las Turbas son el sonido que ya existía cuando nadie podía escucharlo
Presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga, que cantaba Aute. La legendaria Contrebia, la musulmana Kunka y la vieja Alfonsípolis  han culminado su darwiniana evolución para erigirse en la réplica exacta de Jerusalén en Pascua. En la ciudad, repleta, cohabitan los que bullen en jarana y los que encadenan jaculatorias casi inaudibles. El insomnio es un ejercicio colectivo que desvela a las sombras. Los párpados se mofan de la gravedad como les enseñó la Cuenca colgada, la acróbata del trapecio de las cimas.

La Plaza de El Salvador es el gramófono que reproduce la detonación creadora del Big Bang. Las Turbas son el sonido que ya existía cuando nadie podía escucharlo. La fértil voz de Dios otorgando el nombre de las cosas. Los tambores marcan el ritmo al que se ha de mover la tierra: la rotación, la traslación, la precesión, la nutación y el bamboleo de Chandler. Los clarines son el remoto eco del inconsolable llanto del purgatorio, la banda sonora que exorciza los cataclismos. La herida infectada de decibelios. Los turbos vuelven del exilio de todo el año, de todas las centurias, y se entregan con febril automatismo a la tarea para la que nacieron.

La arquitectura, obediente a la naturaleza, despilfarra esquinas, cruces de caminos, curvas repentinas y zizagueantes ascensos. Cada adoquín es una excusa para que el Jesús de la Mañana ponga, alternativamente, una y otra mejilla. Cuenca cede también sus dos perfiles, Huécar y Júcar, géminis de pino y roca. Hay momentos que son lugares y lugares que son momentos.

Nadie reparará en que ha amanecido, en esa transición de la sombra a las luces que en otra fecha hubiera sido festín de pintores. Nadie es capaz de esquivar la mirada del reo, de ser inmune a su hipnosis que sumerge en la más abisal de las profundidades. Caerá el Nazareno aplastado de injurias y avanzará remontando la espina dorsal de la urbe, trepando sobre nuestras oscuras culpas. “No se puede esconder una ciudad edificada en lo alto”, dijo una vez y no seremos los conquenses los que le llevemos la contraria.

El rastro que le ha robado a la muchedumbre lo inauguran los pies adolescentes de Juan. El Amado del Amado. Los ojos de lucero. La pluma dorada que se inventa, en el alba de este viernes, una nueva manera de ser hombre: más digna y fiel. El más joven de los apóstoles sabe que no hay Tabor sin Gólgota. El humilde pescador de Galilea se doctora en heroicidad y, de repente, tiene que crecer sin escalas ni trasbordos. Se aferra temblando a la Palma, como si fuera un bordón con el que alcanzar las nubes de la adultez estrenada. Un cómplice vestido de Esperanza y Pasión al que encargar que interceda por lo que más amamos, al que rogar que su águila espante con sus alas nuestras más sombrías sospechas.

El estrépito frena en seco. Los tambores y los clarines se asfixian de vacío. Y la partitura se inunda de silencios que valdrán y durarán más que lo que diga el metrónomo. Ella lo ha encontrado. El mundo es el pañuelo que sostiene la Soledad de San Agustín en sus manos.

Cuenca es la coordenada exacta de la redención

El madero que era equipaje ahora ya es tortuosa cama. Sin pausa, otra procesión emociona a un viernes en el que los relojes -y los periodistas- trabajan horas extras. En El Calvario es una cápsula del tiempo. Una suma de matices y símbolos que los antiguos hicieron desfile para que lo que los siglos condenaron efímero se agarrase al carrusel del renuevo. En esta procesión se vuelca la Historia que no quiso quedarse varada en los archivos. Las iglesias que se rebelaron contra la inexorable condena de que, junto a las piedras y capillas perdidas, desaparecieran también las oraciones que en ellas se oyeron. El secreto bisbeado por aquellos que son ya los apellidos que nadie lee en una lápida en la que hace décadas que se marchitaron las últimas flores.

En La Exaltación, la Cruz imita el pulso contra la física de la arquitectura de los barrios altos, aspirando al trofeo de la verticalidad. Cristo es Perdón desde los primeros clavos que taladran su cansada piel, cuyo tono vira al pálido marfil que agoniza más allá de los océanos y los continentes. Con su último rictus define el sentido postrero de la muerte. Dirán, pero se equivocarán, que fue es la última vez que lo vieron vivo.

Cuenca es la coordenada exacta de la redención. La telúrica marquesina donde para el autobús de la Salvación a la Hora Nona. El conductor ha muerto y de su costado rezuma un manantial, como si el cadáver fuera el paisaje donde brotan en las altas sierras borbotones de nieve.

Los espejos de la Cruz donde yace el Salvador no nos devuelven el reflejo fascinado de Narciso. Tampoco la parodia deformadora del callejón del Gato ni de las barracas de la Feria. Son la más exacta autofoto de nuestro rostro, el retrato de Dorian Grey estampado y hecho añicos como una tulipa desgraciada. Dibujan en su cristal las formas y pigmentos en la que nos reconocemos de un vistazo, que no engañan a los sentidos.

En el dolor anida la belleza. La frase suena a esa literatura que decora los sobres de los azucarillos y con los que pagamos con prisa el diezmo cotidiano a la filosofía. Pero es rotundamente veraz y concreta y, por tanto, tremendamente atractiva para un periodista. Los imagineros que hicieron de la Semana Santa de Cuenca su taller supieron que sus gubias eran ganzúas con la que descerrajar las puertas de la suprema hermosura de las tragedias. Un ponderado cóctel de inspiradas audacias, abnegado oficio y suprema técnica que tradujo a madera la devoción de un pueblo y documentó las emociones humanas con la vocación de un entomólogo.

Del Descendimiento sobrecogen muchos detalles, en forma y fondo. Hay a quien le fascina su juego de volúmenes y perspectivas o el exhaustivo estudio anatomista de los cuerpos. Yo siempre me quedaré con los gestos de aquellos que ayudan a bajar el cadáver rumbo a su rigidez. Sus caras y actos, sus arrugas y movimientos son los de mi gente. Los de una Castilla que hace de sus labios sellados compuertas para soportar el diluvio de la aflicción. Aquí la pena es discreción sublimada, la hipérbole va por dentro. El trabajo de sus músculos para liberar del yugo del madero al Maestro me recuerda a esa dignidad que no consigue robarnos la desesperación cuando se van los nuestros. La que me enseñaron los míos en los libros de su coherencia, aun sin saberlo. El heredado método que nos permite seguir adelante con los trámites que nunca hubiéramos querido cumplimentar. La energía imposible que con la resaca de ojos inflamados nos obliga a no rendirnos ni acobardarnos, a esperar pacientes otros motivos y caricias por mucho que fatiguen las ausencias.

El sudario del Descendido es la bandera de nuestro nuevo país. Y su reina, la Virgen de las Angustias. La nación de los conquenses es el abrazo que todos querrían dar a la madre. Su regazo es un depósito gigantesco de toneladas de empatía. Un ejército de capuces negros como golondrinas canta los coros de la nana más triste.

No duerme, está muerto

Muda, es decir, elocuente, la Plaza Mayor recibe al Yacente, al que la Catedral ha policromado de gótico, renacimiento, barroco y abstracto. No duerme, está muerto. Su cuerpo arropado de llagas no es fingido simulacro. Se harán fuertes en la noche horquillas al servicio de la Cruz que le antecede. Binario compás. Sístole y diástole que no reanimarán al fallecido. “Cuenca sólo pudo certificar la muerte”, dirá la aséptica coletilla de la noticia en la sección de Sucesos. Solemnes le embalsaman todas las noblezas y estremece un responso polifónico para el inquilino del sepulcro.

La madre no cesa en su vela a la víctima del patíbulo. Hasta tres soledades hay en nuestra Pasión casi desde sus primeros balbuceos históricos. Quizá porque los pioneros intuyeron, como hizo el Padre en el Edén, que de todos los males que se ciernen sobre el espíritu, el más grave es el de la orfandad del que se siente solo en el mundo. La ancestral enfermedad que derivó a epidemia del siglo XXI.

La ciudad, cansada, aún guarda unos pasos de repuesto para encaminarlos a la ermita que cobija en sus entrañas de roca y álamo. Otras Angustias, el mismo duelo. El recoleto templo es esa segunda residencia donde pasamos los viernes. El apartado de correos al que enviamos los pésames y los piropos desde pequeños. “Unos dicen que son negros, otros que azules tus ojos, y yo digo por la Salve que son misericordiosos”.

Del Pregón de la Semana Santa de Cuenca en Alicante de 2015