El día que acabó el toreo

Ramón C. Rodríguez.

A las siete y media de la tarde del día doce de octubre de dos mil veinticinco, cuando José Antonio Morante Camacho, vestido de Chenel y oro, se dirige a los medios después de recorrer el ruedo en triunfo tras una faena imposible ante el toro Tripulante, número 102, nacido en enero de 2021, un colorao ojo de perdiz de la ganadería de Garcigrande, y se lleva las manos a la cabeza para quitarse la castañeta tras el último paseíllo de su vida, en la plaza se extiende una sensación de incredulidad que debe ser parecida a la que sintió el Guerra cuando tras la muerte de Joselito, telegrafió a Rafael el Gallo, el célebre “se acabaron los toros”. Acordándose de la dinastía había recibido Morante a ese toro en el tercio, con un cambio de rodillas instrumentado con el capote, una tijerilla preñada de gracia y sabor añejo en una declaración de intenciones que siguió por verónicas genuflexas antes de un esbozo por chicuelinas y quedó interrumpida por el percance que sufrió en los medios del que salió aparentemente noqueado, esfumándose así la sinfonía de suertes que esperaban a ser reveladas por el capricho de su inspiración. La lidia siguió mientras en un burladero el diestro recomponía su osamenta y recuperaba el equilibrio necesario para afrontar el último baile, la postrera faena que inició sin probaturas, como si tuviera prisa por enseñar a los jóvenes que tomarían el ruedo al final de la corrida, el arte de cortar dos orejas en Madrid con una docena de muletazos en una baldosa al límite del ceñimiento, rematados por un estoconazo en la cruz.

Por entre la fronda confusa de la salida a hombros del cigarrero izado entre empujones como un santo de pueblo, de la invasión de la calle de Alcalá entre las cargas policiales, de la peregrinación al Wellington y la bendición folclórica desde el balcón, debe quedar la importancia de este genio a pesar de sus Chaves Nogales de pega. Salvando las distancias que impone la mística de la nostalgia, Morante ha revolucionado el planeta de los toros en los últimos años al modo de Antoñete en los ochenta, cuando el maestro del mechón blanco reinstauró el canon del toreo en el lustro increíble de su primera reaparición, ese canon que retomó Rincón ya en los noventa y elevó al olimpo José Tomás en las postrimerías del milenio. Porque hasta el último día, Morante ha dejado un legado de belleza que debe canalizar a las nuevas generaciones que se acercan a la tauromaquia por el eslabón de la pureza en la forma y la verdad en el fondo, enseñando a la afición esa historia del toreo que no se aprende en los vídeos sino en festivales como el que organizó al mediodía, que nos trasladó de nuevo a las temporadas gloriosas que se cerraban o abrían con toreros retirados enseñando su magisterio ante nuestras miradas atónitas.

Cincuenta años se han cumplido del adiós de Antonio Bienvenida, pródigo en festivales, cuarenta de la muerte de El Yiyo, a quien escoltó Chenel en Colmenar. Entre el recuerdo de ambos, han colocado una estatua que apenas se parece a nuestra memoria del maestro pero como Dios escribe derecho entre los renglones torcidos, fue la excusa perfecta para que José Antonio Morante imaginara un milagro para la mañana en blanco y negro del día de la Hispanidad. Tantos años ironizando sobre las poses del sevillano como émulo de Gallito y resulta que escondía una devoción por Antoñete capaz de llevarle a organizar un festival de viejas glorias en su homenaje en el que se reservó el animal menos apto del festejo, sólo por regalarnos la foto de su figura unida a un toro blanco de Osborne.

La jornada se confabuló contra los corazones débiles, demasiado acostumbrados a la liturgia vacía a la que asistimos de ordinario. Y es que casi habíamos olvidado la conmoción extraña del toreo eterno, esa sacudida que te levanta de la piedra, enronquece la garganta y te hace sentir ganas de abrazar a tu compañero de abono. El primer aldabonazo lo dio Curro Vázquez en una serie de derechazos de una naturalidad insólita, la despaciosidad enmarcada en la apostura innata del medio pecho exacto. Curro Vázquez o cómo resumir la vida en un trincherazo profundo y un cambio de mano del que sale andando con la torería de los elegidos. Si el festejo hubiera acabado ahí, ya nos hubiéramos dado por satisfechos, pero apareció Frascuelo para demostrar que setenta y siete años no son impedimento para seguir dibujando la media verónica sin moverse del sitio.

Y después, llegó Rincón. La ovación que le dedicó la cátedra hizo temblar los cimientos de la plaza mientras nos quitaba de los huesos treinta años de encima. Cuando se abrió de capote para recibir a su novillo, parecía no haber transcurrido el tiempo, como si las verónicas con las que pretendía fijar al burriciego fueran las mismas que las de sus cuatro tardes míticas del 91, la primera de ellas precisamente con Curro Vázquez de testigo. Después el novillo acusó su defecto y a punto estuvo de llevárselo por delante hasta que Morante se hizo presente y como amo del cotarro, ordenó al presidente la devolución del animal. Esta fiesta tiene cosas que son incomprensibles pues tras el contratiempo salió un sobrero de Garcigrande con ciertas complicaciones pero con la movilidad necesaria para permitirle a César recrear el cite en la distancia, la muleta adelantada, el embroque perfecto, el temple intacto, el pase vaciado detrás de la cadera y la ligazón precisa para hacer de la plaza un manicomio y convertir la mañana en un clamor.

Eran las tres en punto de la tarde cuando abandonábamos la plaza agotados por el cansancio extraño de la emoción verdadera, con la fortuna de sabernos partícipes de un rito único, inconscientes de la orfandad que llegaría por la noche. Es cuestión de tiempo que renovemos la ilusión cuando otro torero surja para recoger el testigo del toreo clásico, siendo deseable que haya tomado nota del impacto indeleble de los maestros antiguos, de la huella de torería que su última lección magistral ha dejado en nuestra memoria para siempre. En aquellos años míticos, la fiesta se puso de moda de la mano de la conjunción del toro íntegro y el toreo puro y hasta un sello de prestigio transversal acompañaba a quienes se acercaban a ella, en un momento en el que la sociedad recién salida de la transición aún no había mutado hacia el infantilismo hedonista que ahora intenta abortar el resurgimiento con iniciativas legislativas espurias. Ante esta efervescencia reciente que ha llenado las plazas a lo largo de la temporada, hay quien sigue conspirando para negarnos la libertad de pasar la tarde al amor del bendito fulgor que surge del ruedo, al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas que aún esmaltan el cielo madrileño de un color irreal.