De Senectute

Ramón Rodríguez Rubio

Los vemos a diario vagando por nuestra ciudad, arrastrando sus últimos esfuerzos con la ayuda de cuidadores vicarios, apurando la melancolía al sol que baña los bancos del mobiliario urbano, intentando descifrar el futuro en el galimatías del cajero automático, despeñados por el abismo de la brecha tecnológica que les impone la administración. Etimológicamente, anciano quiere decir el que está antes, pero las costumbres de esta época tienen a nuestros mayores postergados, en ingrato desprecio a los servicios que prestaron a la sociedad.

La decadencia de los tiempos corre pareja con la pérdida de prestigio del conocimiento basado en la experiencia. La prepotencia de creernos más sabios que quien ya ha pasado por nuestras encrucijadas y construyó el presente que ahora nos sustenta, se empeña en desconocer que, como cantó el gran Serrat, recientemente jubilado, todos llevamos un viejo encima. Y aunque en nuestra engreída madurez, intentemos superar esa certeza vistiendo como adolescentes y festejando la noticia de estar vivos en la juerga de cada fin de semana, no por ello eludiremos el destino que nos acecha a la vuelta de la esquina para pedirnos cuentas sobre las veces en que nos olvidamos de cultivar el espíritu, único secreto para seguir encendiendo la llama cuando las fuerzas claudiquen.

Anestesiados por la asepsia de los tanatorios y el placebo de las psicoterapias, intentamos en vano vivir de espaldas a la muerte. Los viejos representan el recordatorio de nuestro inevitable porvenir, la antesala molesta del final que conviene apartar de nuestra vista para seguir disfrutando del festival de vanidades en que tenemos convertida la existencia. Confinados en el lazareto de las residencias, donde los abandonamos a su suerte frente al coronavirus, sólo una sociedad aletargada, carente de valores y ebria de autocomplacencia, ha podido gestionar el gerontocidio acaecido con la displicencia capaz de convivir con casi cuarenta mil muertos a la espalda y no considerar un escándalo, la absoluta ausencia de responsabilidades.

Nos vanagloriamos a diario del estado de bienestar que nos protege frente a pandemias, guerras y catástrofes sin advertir el beneficio que para la paz social constituyen los pensionistas, cuando acogen o ayudan a sus hijos en precariedad económica, cuando se ocupan de los nietos que el sistema no ha sido capaz de integrar en un entramado solvente de conciliación familiar, una organización de las condiciones laborales que asimismo debería permitir la atención postrera de los ancianos por sus seres queridos, para que no acaben sus días en casa ajena. El homenaje a su condición de artífices de esa seguridad social soterrada que atenúa los estragos de la pobreza cuando aún son útiles, es condenarlos a la soledad cuando ya no lo son.

Decía Cicerón que la senectud es placentera porque la autoridad que representa es preferible a las pasiones de la juventud. Hoy recluiríamos la sabiduría de los senadores romanos entre las paredes de un asilo. Paco Camino, el niño sabio de Camas, torero grande, asesino de animales bravos según la cultura “woke” del momento, ha filosofado desde su retiro: “Corren tiempos de adoptar mascotas y abandonar a los padres en las residencias”. Vale.

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