Bruno Forst, ecos del olvido

Música en la Catedral, Concierto II

Manuel Millás de las Heras

La tórrida noche del viernes nos deparó en la Catedral de Santa María y San Julián un momento musical al que podríamos adjetivar de múltiples maneras: hermoso, intenso, íntimo o sugerente. Yo le añadiría algún otro, como atrevido, rompedor, liberador de conciencias y, sobre todo, pedagógico.

El organista francés y afincado en Soria, Bruno Forst, expuso su forma de ver la música ya antes de comenzar ningún sonido. Las notas al programa –excelentes, concisas y precisas— son la plasmación de su filosofía musical. Los dos primeros párrafos deberían ser de obligada lectura en los conservatorios profesionales de todo el mundo. Permítanme que los reproduzca íntegramente:

“Alguien me reprochaba recientemente: ¿Por qué te dedicas a tocar la música de compositores olvidados? Antes de añadir, viendo mi desconcierto: ¡hombre! Si no son conocidos, será por algo… ¿no crees?

Los compositores anteriores al barroco son, efectivamente, muy anónimos. No porque fueran mediocres, sino porque vivieron unos tiempos en los que el artista ocupaba en la sociedad un lugar más modesto que hoy en día, es cierto, pero también más definido: creaba música para satisfacer una demanda precisa, litúrgica, pedagógica o de honesto entretenimiento.”

La Historia de la Música tiene que soportar todavía una visión sesgada, limitadora y acientífica que se inició en el romanticismo. Desde esa perspectiva, la historia es un ente vivo e inteligente que criba a los malos compositores y salva a los buenos. El ser humano sólo recibe el néctar tamizado, que encumbra a hombres de sensibilidad superior, a ser posible de azarosa vida, para que los pobres mortales nos sintamos más cerca de Dios. Imagínense que sucediera lo mismo con otras artes. Por ejemplo, que encontráramos un maravilloso convento románico, pero que, al no saber su autor y al considerar mucho más avanzado y perfecto el diseño de la catedral de San Pedro del Vaticano, digamos que es una obra prescindible, no recuperable y de pequeñas proporciones. Pondríamos el grito en el cielo (bueno, no todos) y valoraríamos cada obra de arte en su entorno histórico, político y social. Pues señoras y señores, eso mismo debe suceder en el arte musical. Tenemos que entender que es maravilloso desde que en la Grecia romanizada del siglo II se creara el primer sistema de notación alfabético.

Esa filosofía tuvo como transmisión el espectacular órgano de los Anaya, una réplica recreada a partir los restos del siglo XV que se encuentran en la catedral vieja de Salamanca y que esconde otro trabajo sensacional de Frédéric Desmottes. Su sonido sorprende por lo ampuloso y rico, por su color diáfano y de matiz infinito. Es una joya que enriquece exponencialmente el patrimonio de nuestra catedral.

Bruno Frost es un estudioso meticuloso de la música del Renacimiento. En el curso que está impartiendo explica el trabajo que se debe realizar para desarrollar hasta el límite cada una de las voces de las obras. En los siglos XV y XVI la música instrumental no se regía por el principio tonal y las libertades armónicas que realizaban muchos autores (como quedó reflejado en Ecce tempus idoneam de Tomas Tallis) siguen sorprendiendo hoy en día. El concierto fue un complemento a dicho curso. Si este último está centrado en la música española del Renacimiento, el recital se ciñó a compositores italianos, portugueses, ingleses y franceses. Autores impresionantes cuyas músicas están a la altura de los más recordados del periodo y posteriores. El viaje nos hizo ver cómo la música de unos sitios era conocida en otros. La unidad estilística –basada en la imitación de obras vocales, la danza, la fantasía instrumental y la variación— es evidente, así como el flujo de esos profesionales por todas las cortes y capillas europeas. El concierto tuvo siempre ese halo espiritual y recogido que se presupone en los ciclos de la catedral. Además, estuvo envuelto en la más pura pedagogía y cercanía. Un auténtico lujo.