Y el corazón por alforja

Este artículo fue publicado en la primera edición de Clariná de Cuenca, revista de Semana Santa de Voces de Cuenca, en 2010. Desde este periódico lo recuperamos ahora como homenaje y tributo a Enrique Domínguez Millán tras su fallecimiento.

Enrique Domínguez Millán

No es necesario ser un lince para saber que la verdad aflora más fácilmente en las cosas sencillas que en las complicadas. Naturalmente no negamos a estas últimas un contenido de verdad, incluso abundante; pero en lo barroco –y entendemos por tal lo exuberante, lo recargado, el triunfo del accidente y el adorno sobre la pura esencia- la verdad está oculta y como soterrada bajo una gruesa capa de motivos superfluos. Descubrir en la embrollada maraña de estos motivos el trazo fino de la verdad obliga a una labor paciente y meticulosa, obliga a una cuidadosa eliminación de la hojarasca, a un desvestimiento. Por eso a la verdad abierta, a la verdad directa, se le llama, con seguro grafismo, verdad desnuda.

                El hombre de hoy, tan acuciado por las prisas y los afanes materiales, carece por lo general de tiempo y de deseo para realizar esa difícil tarea de penetración- Prefiere aquella verdad que le sale al paso, que puede aprisionar con sólo alargar la mano –como si de una hermosa flor nacida al borde del camino se tratase-, que se le mete por los ojos como un claro destello, que se le adentra por los oídos como un grito, que le llega a lo hondo con la rapidez y la fuerza de un venablo.

              No creo pecar de exagerado si afirmo que ésta es la verdad que Cuenca ofrece a propios y extraños: verdad evidente, verdad clara y desnuda. La ofrece en todo tiempo, pero de una manera singular ahora, en la Semana Santa, cuando su tierra se estremece entre un temblor de fe y un soplo de primavera.

               La Semana Santa de Cuenca no es un espectáculo barroco. Me atrevería a decir que no es siquiera espectáculo. Porque ante ella, por muy dura que se tenga la entraña, resulta casi imposible reducirse a la mera condición de espectador. La Semana Santa de Cuenca no es para ser contemplada, sino para ser vivida. Y en este vivirla está el empaparse el alma de auténticas, de rotundas verdades. Verdades que hacen referencia a la fe y al fervor, a la trascendencia, al sentimiento sincero y a la tradición señera. Verdades que obligan a darse por entero, a entregarse sin reservas al juego libre de la emotividad, a participar del espíritu de estos dias gozosamente límpio de los prejuicios cotidianos. Verdades ante las que fracasa todo racionalismo como fracasan el nivel y la plomada en la arquitectura típica de nuestra ciudad.

               En la Semana Santa de Cuenca no hay que buscar el arte, ni la vistosidad, ni la riqueza, ni cuanto suponga halago para los sentidos. Hay que buscar la emoción, que si entra también por los sentidos, no permanece en ellos, sino que profundiza y fructifica en los adentros más íntimos. A la Semana Santa de Cuenca hay que llegar con el espíritu en blanco, sin ideas previas, sin antecedentes, sin ánimo de establecer juicios ni comparaciones, dejando que nos asalte y nos invada con su singularidad, con sus características específicas, con su luz, su ritmo y sus acordes propios. Y no hay que pedir ayuda a guías, intérpretes ni cicerones. Hay que encontrarse con ella a solas, frente a frente, cara a cara, a cualquier hora del día o de la noche, en cualquier parte de la ciudad, al doblar cualquier esquina o remontar cualquier calleja. Con ello bastará para el entendimiento.

                Cuatro palabras más y un par de consejos. Quien desee hallar verdades directas, emociones hondas y trascendentes, que venga a Cuenca en Semana Santa. Y que venga sólo con lo puesto: los ojos para ver, los oídos para escuchar y el alma para sentir.

               ¡Ah! Y el corazón por alforja.