Trumpismos de aquí

Circula por ahí una teoría delirante según la cual, Donald Trump no era más que una fachada, un monigote grotesco que hacía aspavientos frente a la cámara mientras el gobierno real estaba en otra cosa, escondido en el ala oeste de la Casa Blanca para impedir que el presidente por accidente accediera al botón nuclear. Ésa debió ser la razón por la cual el mandato de Trump ha sido el primero en cuarenta años en el que Estados Unidos no ha iniciado conflicto militar alguno en el exterior a pesar del belicismo evidente que el comandante en jefe desplegaba en sus conflictos internos. Y así todo. Las contradicciones y extravagancias del personaje fueron la excusa perfecta que permitía a nuestros actores políticos vanagloriarse de su agudeza analítica al comparar las actitudes patrias con las del amigo americano, pero conviene no dejarse llevar por la pereza intelectual que conduce al maniqueísmo hipócrita de señalar en el histrión de la piel naranja las mismas conductas que aquí repetimos con menos aparato cómico.     

Resultaba verdaderamente conmovedor contemplar cómo en los peores tiempos de la pandemia, cuando España lideraba todas las estadísticas negativas sobre muertes y contagios, los palmeros de la gestión desastrosa que asolaba nuestra piel de toro criminalizaban la inacción de la administración Trump mientras prodigaban comprensión sobre la posposición de la toma inicial de medidas por el gobierno Sánchez, y es que reírse de la receta trumpiana sobre la ingesta de lejía como poción mágica contra el virus ayudaba bastante a encubrir las erráticas contradicciones en los mensajes de nuestras autoridades sanitarias sobre la necesidad de usar la mascarilla. Todavía hoy España supera a Estados Unidos en las cifras de fallecidos relativizadas por criterios poblacionales pero los árboles de los mítines republicanos sin medidas de seguridad sirvieron para impedir a algunos la contemplación de nuestro propio bosque devastado.    

El maltrato que los gobernantes de esta hora dispensan a la lengua vehicular de nuestro descontento se manifiesta en el innecesario anglicismo que supone usar la expresión “fake news” cuando el diccionario nos ofrece un riquísimo vocabulario para describir las mentiras que pueblan la política, los bulos y embustes, las falacias y sofismas, los embelecos y paparruchas con los que nuestros próceres tratan de afianzar la propaganda que los mantiene en sus respectivas parcelas de notoriedad. Mezcladas en este magma de falsedades impunes, todavía reverberan en el Congreso las acusaciones de trumpismo con las que desde el banco azul se suele zaherir al contrincante, mientras el Parlamento yace sobre la ruina en la que lo han convertido quienes transigieron con un estado de alarma prolongado hasta mayo para privar a las cámaras de su sacrosanta función constitucional de fiscalizar la gestión del gobierno. En este teatro inútil, se puede denunciar el autoritarismo de Trump y proclamar a la vez que la oposición no volverá a formar parte del Consejo de Ministros, se puede alertar sobre la amenaza que Trump supone para la libertad de expresión y organizar para nuestro sistema el regreso de la censura previa mediante la ideación de un comité de la verdad. A los amantes del parlamentarismo, nos quedan las migajas de las sesiones de control para contemplar el espectáculo del hemiciclo degradado a la condición de palestra de iletrados que alzan la voz sobre el griterío del contrincante para leer el argumentario preparado por sus asesores de imagen, la representación de nuestros intereses en manos de los que tienen más respeto a la disciplina de partido que a su inerme elector.

Las últimas elecciones de la democracia más antigua de esta aldea global que compartimos fueron analizadas por los medios españoles con tal despliegue informativo que llegamos a tener más datos sobre los resultados de cada condado de Pensilvania que sobre las cuentas de nuestra comunidad de vecinos. Esa desviación del foco provocó fariseísmos consistentes en criticar el nombramiento de jueces del Tribunal Supremo por Trump y derrochar comprensión por el reparto del poder judicial que antes o después perpetrarán los partidos españoles, o criticar las tropelías de la administración americana en materia migratoria y mirar para otro lado cuando el río Grande es nuestro océano y la violación de los derechos humanos tiene lugar en las islas que antaño podían considerarse afortunadas. En el fondo, no hay tanta distancia entre la arenga de Trump a sus partidarios apostados a las puertas del Capitolio y el “apreteu, apreteu” de Torra que inspiró a los CDR en su intento frustrado de asaltar el parlamento catalán. La hay más con las iniciativas de distinto signo que rodearon el Congreso en protesta por las investiduras que les contrariaban, pero el espíritu es el mismo, la pulsión antidemocrática y populista que no acepta el resultado de las urnas y desprecia las reglas del juego, ese entramado de principios que aún agrietado, nos sigue cobijando.

Son los trumpismos de andar por casa que se instalan aquí mismo, el presidente que los denuncia abocado a aplicar una versión nacional de la doctrina Trump sobre la convivencia entre pandemia y economía, sabedor de que nuestro sistema productivo no podría soportar un nuevo confinamiento. Al menos, los súbditos del Tío Sam gozan del privilegio de elegir directamente a sus representantes sin tener que recurrir a la mediación espuria de una oligarquía partidaria de listas cerradas y concentración de poderes. Quizá por eso, si les sobreviene una nevada de medio metro de espesor, se olvidan de papá estado y agarran la pala, esa soberanía. Y cuando se avergüenzan de quien le manda, hasta son capaces de echar al presidente.