F.J. Moya del Pozo
A QUECA, ELLA SABE PORQUÉ
En el semáforo de Cuatro Caminos, un adolescente de unos quince años camina junto a quien imagino su abuelo; algo más de setenta y bastante más abrigado que el joven. Atraviesan el paso de cebra pausadamente, sin que el nieto presente esfuerzo ni irritación por tener que acompasarse al lento caminar del mayor.
Lo que me llama la atención es la conversación natural, amable, cálida, que se palpa entre estas dos personas. Tal vez vayan hablando del partido de su equipo que hayan presenciado en un bar, tal vez de los amigos del nieto, tal vez de la comida familiar del domingo que se avecina…
No es fácil de encontrar esta actitud entre dos personas con amplia diferencia generacional; observen en un parque cuando, al lado de un anciano, hay un joven a su lado: sin dirigirle no ya la palabra, sino una mínima mirada, para que el “ rato que han de pasar junto a él sea más liviano”, van enviando mensajes telefónicos a los colegas, o permanecen encerrados en sus auriculares, que le aíslan “ de la molestia”.
Por el contrario, esa actitud afable, cariñosa, entrañable, antes descrita es digna de ser observada, y, repito, nada habitual en estos días.
El periodista americano Hobben Carter, amigo personal de Robert Kennedy, con quien almorzó en el mismo día en el que le asesinaron, escribió: “Solamente dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: Uno, raices; el otro, alas” . Las raíces que anclan a nuestros hijos al amor a las tradiciones familiares, a la propia cultura y a la tierra, van siendo alimentadas, abonadas, cuando les hacemos ver a nuestros descendientes que existen unos principios, que emanan del exterior de nosotros mismos, sea el Estado, la sociedad, o la empresa, y que regirán las consecuencias de nuestros actos; y que , a su vez, irán creándose unos valores, internos, propios de cada persona, que son los que nos harán saber cómo comportarnos; con la idea de llegar a una conducta regida por el principio de integridad.
Hay que asomarse a la vida y a las experiencias de las personas de edad, escuchándoles con verdadero interés, no sólo por educación; y aprovecharnos de los frutos obtenidos de sus vivencias, de sus éxitos y de sus fracasos, y, sobre todo, lucrarnos de su generosidad envuelta en palabras siempre llenas de amor hacia sus descendientes. Hace tiempo que dejó de sorprenderme que mis hijos prestaran más atención a las palabras de mi padre, cuando les enseña a trasplantar un árbol, arreglar cualquier trasto o les habla de su infancia que a mis consejos; pues comprendí que su abuelo lo hace sin apresuramiento, pacientemente y disfrutando cada segundo que está con sus nietos; condiciones que, desgraciadamente en mi caso, no siempre se cumplen.
Pero si de verdad amamos a nuestros hijos no les permitiremos que queden inmóviles, apresados por sus raíces: hemos de favorecer que en su intelecto y en su espíritu surjan las alas que les lleven allí donde su voluntad y sus ideales les marquen; alas compuestas de los valores que, formadores y familia, hemos de velar que surjan naturalmente de su interior.
Hablando, pero con atención y con intención de comprender a tu interlocutor, las fuertes alas surgirán en aquéllos a los que queremos, con la tranquilidad de que las poderosas raíces transmitidas les harán saber dónde permanecen aquéllos que, a lo largo de nuestra vida, hemos tenido la ocasión de equivocarnos, sentirnos perdidos en algún momento y, también, afortunadamente, hemos podido encontrar el sosiego al lado de los que nos quieren.