El caso Djokovic

Ramón C. Rodríguez

El caso Djokovic nos permite actualizar la certeza sobre la posibilidad de que en una misma persona puedan convivir la excelencia y la estupidez. Los aficionados al tenis lo sabemos porque admiramos desde hace tiempo el virtuosismo técnico y la fortaleza mental del serbio, pero hemos tenido que asistir a lo largo de su trayectoria a infantiles accesos de ira cuando fallaba un punto y a lamentables espectáculos de fingimiento de lesiones que, con el fin de debilitar al rival, ya nos confirmaron entonces que se puede ser el mejor del mundo en una disciplina deportiva y un cantamañanas a la vez. Frente a los patéticos intentos de sus osados grupis de erigir en torno a su figura una épica falsa que lo ha llegado a comparar con Jesucristo, nosotros seguimos en el equipo de Nadal, el campeón del sentido común, cuya mejor amueblada cabeza le permite criticar los atajos empleados por el balcánico para jugar en Australia y admitir el fallo de la justicia que anulaba su deportación para después confirmarla, con la misma naturalidad con la que siempre ha celebrado la victoria y ha aceptado la derrota.

Hasta aquí el comentario de una anécdota que no debería trascender en su importancia a los avatares de las pelotitas de tenis que van a ser golpeadas en nuestras antípodas durante las próximas semanas. El problema es que en este otro lado del globo, cada cual ha aprovechado el asunto para establecer categorías absolutas sobre el bien y el mal, la sumisión y la disidencia, como si el ponerse o no una inyección le convirtiera a uno en héroe o villano por obra y gracia de la corrección política. Sólo un ignorante puede negar el beneficio que la vacunación masiva ha ocasionado sobre la convivencia con las sucesivas olas de la pandemia, pero esa evidencia no puede conducir a la criminalización constante de los que en uso de su autonomía optan por no vacunarse en un país como España que ha entronizado la autodeterminación de la propia salud a través de sus leyes. Y es que pareciera que ese exiguo siete por ciento de la población adulta que todavía se resiste a citarse con las agujas, tuviera la culpa exclusiva del aumento exponencial de los contagios, de la inhibición de las administraciones, del crecimiento de la pobreza, de la subida de la luz, la proliferación de las macrogranjas y la omnipresencia del reguetón.

Nada nos gusta más que señalar chivos expiatorios a los que lapidar desde la barra del bar, la mascarilla que nos protegía de la nada al aire libre convenientemente anudada en la muñeca, el pasaporte sanitario disponible en el celular y la lengua desatada por una prepotencia que exige poco menos que la exclusión social y hasta la suspensión del derecho constitucional a la asistencia médica para los cuatro gatos que quedan sin vacunar, en un momento en el que la salud pública ya no se ve gravemente amenazada por su incapacidad para abandonar la linde de la estulticia.

Quizá sea eso lo que nos distraiga de admitir que tras dos años de experiencia pandémica gestionada por el desconcierto de nuestros gobernantes, no nos queda otra que aprender a convivir con un virus que gracias al progreso científico tiene una incidencia asumible por el sistema sanitario, y cuya virulencia más leve en este último eslabón del alfabeto griego, se cura al mismo ritmo en las comunidades que han vuelto a las restricciones y en las que no. Mientras tanto, acostumbrémonos a la autogestión de nuestra propia circunstancia y a esgrimir la libertad para causas más nobles que apoyar a un Espartaco de cartón piedra y sus triquiñuelas para jugar un Grand Slam.