F. Javier Moya del Pozo
El pasado verano, por obra y gracia de cierta empresa que dice llevar el calor a los hogares, pero que nos tiene a los conductores conquenses más bien quemados con sus lentísimas obras, invertía cada mañana, mientras circulaba por la Avenida de República Argentina, un tiempo que se me hacía eterno, casi como la despedida de dos jóvenes adolescentes recién enamorados. Y mientras avanzaba a un ritmo que permitía ir comentando los goles del fin de semana con cada uno de los operarios de la zanja que habían levantado en la calzada, pensaba en Cuenca, nuestra ciudad; la que en la novela de Raúl del Pozo “Ciudad levítica”, es descrita por el escritor conquense como “medieval, pero de construcción vanguardista para la época en que fue alzada. Está esculpida por las tormentas. Las nubes nunca van de paso… Parece que la han hecho locos alucinados. Es indescifrable. Las hojas cambian de color de una manera violenta, y también el color del cielo y de las casas”.
Es la magia de una ciudad que, a pesar de su deterioro, de su pérdida de brillo, de su ausencia de empuje, sigue enamorándome.
En “Arquitectura del paisaje”, Ed Wall afirma que la personalidad de cualquier ciudad es una combinación de factores como la topografía, el clima y la geografía, y, sobre todo, las personas que la habitan. Y es aquí donde nuestra ciudad sangra por la herida; pues, a diferencia de Bernanos, el novelista francés, que escribió a un amigo:” Cuando yo me haya muerto, decidle al dulce reino de la tierra que le amé mucho más de lo que nunca me atreví a decir”; a los conquenses se nos rompe la boca de proclamar nuestra tierra un amor que luego no demostramos con hechos. Por el contrario, la maltratamos, y la abandonamos, física y anímicamente. Y, una vez cometida la ofensa, maldecimos de ella; de su ausencia de futuro, de un paupérrimo presente y nos recreamos en el lamento; olvidando que, como dijo cierto presidente americano, el futuro no es un regalo, sino que ha de conquistarse.
Con todo, en Cuenca yo sigo viendo la Cuenca de mi barrio de los Moralejos, donde aún se mantiene, remodelado, mi “Insti” Alfonso VIII, el de D. Juan Martino como director, Doña Leonor y tantos grandes y humanísimos profesores; unos metros más allá, la biblioteca de D. Fidel Cardete; el campo de mis partidos de fútbol en el Colegio Menor Alonso de Ojeda; y, en la parte alta, una Plaza Mayor acogedora y repleta de árboles.
Pertrechado con una mochila con la que recupero la Cuenca de los años 70, gracias al libro “Calles de Cuenca” (año 1978) de los José Luis, Muñoz y Pinós, me recreo en la ciudad poseedora de un encanto que sus habitantes estamos dejando escapar sin remedio. E intento, recorriéndolas cuando apenas amanece, el conocer el nombre de sus calles, el origen de los términos que usamos para los maravillosos escenarios públicos y los cambios que, en los destinos de los edificios y en el diseño urbano, se han ido produciendo, gracias al imprescindible “Diccionario de andar por casa” de José Luis Muñoz.
No me hace falta más; miro la valentía de las casas que afrontan el vértigo de las hoces y las murallas de una ciudad en otros tiempos orgullosa como el que repasa las viejas cartas de una antigua amante; y, soñando, me transporto a la ciudad de mi infancia y mi juventud.
Una ciudad que hoy, a pesar de todo, sigo amando profundamente.