F.Javier Moya del Pozo
Con él, con ese joven de 97 años que no dudó en comprarse un diccionario de inglés para entender algunas páginas de internet, se marcharon las llamadas telefónicas a media tarde, las preguntas a los nietos más jóvenes sobre sus amigos en las comidas dominicales; los comentarios esperanzados sobre nuevos suplementos alimenticios para sus gastadas rodillas, los reiterados consejos de que te abrigaras al salir de casa y los deseos de que la noche nos traiga el descanso y el sosiego que, probablemente, no hemos sido capaces de alcanzar a lo largo de un día que se va consumiendo a la par que tus propios ánimos.
Todo eso, tan simple, tan cotidiano y tan poco valorado es lo que, ahora, en el vacío de su ausencia, empiezas a valorar; con dolor y con nostalgia; aunque, afortunadamente, y es lo que te salva, con un profundo agradecimiento.
Y es así cómo, en el proceso de desmontar el despacho del domicilio de mi padre, entre la enorme montaña documental, reñida claramente con la actual era digital, e integrada por cartas, recibos y toda clase de sobres con un contenido tan diverso como los membretes que los adornan, reaparece su vieja cartera de cuero, con dos hebillas y un broche central, que a mí siempre se me antojó idéntica a la que lleva el abogado Atticus Finch (Gregory Peck) en la película “ Matar a un risueñor”. Y, como si de un álbum de recuerdos se tratara ( tal vez sí que lo sea, aunque no fuera ese su primigenio destino) del fondo del grueso cuero surgen facturas de los años 60, recordatorios de la Primera Comunión de hijos y nietos, caducados DNI, cartas de carácter personal, sellos postales, calendarios religiosos, hojas de calco para la máquina de escribir, y notas manuscritas con la misma energía, sentido del orden y esmero que su redactor puso en cada cosa que realizaba.
Sí, viejísimos papeles, amarillentos, quebradizos, con el característico olor del tiempo macerando en unas cuartillas. Sin embargo, ese antiguo carnet de socio del conquense me trae efluvios de las pipas compartidas con mi padre en las frías gradas del campo de fútbol del Conquense, al lado de los Noeda, Lacort, Palacios y tantos otros de su generación; y el áspero tacto de los papeles, agrietados por los años y el polvo acumulado, se convierte en la más agradable de las caricias, como cuando, en las infantiles enfermedades, tu padre te arropaba y se mantenía a tu lado hasta que te bajaba la fiebre, tomándote de la mano; y el color amarillento, como por arte de magia, se torna en el más verde prado por el que merendábamos en los días de primavera nuestra numerosa familia. Hasta esos arrugados folios y tarjetas navideñas son hoy extraordinarias partituras musicales que me transportan a las pasadas Navideñas, con la puesta del Portal de Belén en la vieja casa de Los Moralejos y a las misas solemnes donde la voz paterna, grave y concentrada, surgía acompañando a un Canto Gregoriano.
Sí, todo eso custodia la vieja cartera de cuero de hebillas y correas desgastadas.
Por eso, antes de devolver cada uno de esos recuerdos a la misma, escribo en el reverso del más amarillento de tan valioso testimonio paternal:
Quién pudiera, quién tuviera
tu fortaleza, admirable,
tu carácter, siempre amable,
como tú, una vida plena.
Quién pudiera, quién tuviera
esa forma de entregarte
haciendo del ejemplo arte
y de tu Fe, tu bandera.
Quién pudiera, quién tuviera
tu confianza inquebrantable
de que tu amor como padre
nos cuida en tu vida eterna.