A Martín Romero Navarro, mi padre

Martín Romero Merchante

Naciste en guerra. Has muerto en paz. La abuela Avelina, sola en casa y el abuelo Mariano, batiéndose en el frente.

Mi infancia son recuerdos de tus vivencias en Cardenete, ese Macondo particular al que peregrinábamos constantemente, en busca de tus andanzas en la Fuente de las Mujeres o en el Puente de los Ojos, donde acompañabas a tu abuelo Aurelio y su rebaño, y comías judías con arroz.

Entreverabas nuestros cuentos con tus historias de la mili. Las aventuras comenzaban con tu viaje al Sahara y esa escala en la tacita donde matabas el tiempo jugando al mus en los bajos del Carranza, antes de la travesía en el Ernesto Anastasio y de los meses interminables bebiendo agua de firgas en la isla de Gran Canaria. De tus progresos en El Aaiún y en el desierto, a la sombra del capitán, quedó en ti para siempre el chapurreo en árabe con palabras ininteligibles que luego emplearías con los clientes marroquíes que pasaban por la oficina y salían de allí a bordo de una sonrisa.

No dejaste de creer, de trabajar, de prosperar. Y te hiciste maestro, criador de gallinas, inversor en las fincas de tu pueblo donde cubicabas a ojo los pinos que ibas a cortar. Y te casaste con Angelita, la más guapa, tu mujer para siempre. Y allí nacimos Mariángeles y yo, y aprobaste las de los diez mil, las oposiciones que te traerían a Cuenca al frente de tu familia, otra travesía más, desde las casas de los maestros de Cardenete a las casas de los maestros de Princesa Zaida. Y llegó Alberto y luego Elena, y mamá trabajando, en la escuela y en la casa, atendiéndonos a todos entre pañales de gasa, mientras nos abrigaba la música de Crónicas de un pueblo en la televisión.

Y fuiste el director del Colegio de Santa Ana durante treinta y cinco años, casi media vida, tiempos en blanco y negro, asando cebollas en la estufa de serrín y organizando las medicinas en el salón, al calor de tu idea de ser visitador médico, para intentar todavía, una empresa más. Y como además todo esto no te parecía bastante, comenzaste la carrera de derecho y después de la tarea cotidiana de educar a tus alumnos, te retirabas a la casa vieja, a tirar de fuerza de voluntad con tus condiscípulos veinteañeros que acudían a tu llamada para compartir los esfuerzos en los sillones de orejas del cuarto de estar, tardes de estudio con Pedro, con Alberto, con el gran Jesús Celada
que ya descansa en paz.

Y te hiciste abogado y luchaste por compatibilizar la profesión de jurista con tu vocación de maestro. Y ejerciste en la tarima y en los estrados. Y no parabas. Y disfrutabas de todo, del trabajo y de tus fincas, de tus hijos y tus pinos y la lucha seguía, y hasta cruzamos juntos el océano para explorar el Paraguay, y flotabas, y eras feliz.

Y nos cuidabas. Y estabas y no estabas. Y al volver del nuevo mundo, empezaste a construir mi futuro y el de mi hermana, porque eras api por partida doble, agente de la propiedad inmobiliaria para enseñarme a ganarme la vida y apicultor, para compartir aficiones con tu gran amigo Agustín el herrero, que se fue y tu compañero de viaje José María, que se irá.

Y siguiendo tu ejemplo de letrado, docente y diseñador de sueños, Mariángeles se convirtió en abogada, Elena en maestra y Alberto en ingeniero y entre todos te colmamos de nietos. La huella postrera de tu estirpe aún pudo asistir a tu última pasión, la de convertirte en agricultor y ganadero en Paracuellos de la Vega, cultivando la espiga y apacentando vacas, vadeando el río y arreglando ermitas, Quijote al fin que vencía al tiempo fantaseando con la quimera de haber recibido de Alfonso VIII, las tierras de Casas de don Diego, en justa recompensa por la ayuda recibida en la reconquista de Cuenca.

Y a fe nuestra que la conquistaste. Naciste en guerra y te has ido sin darnos guerra. Éramos tres Martines y quedamos dos. Que la tierra te sea leve.