
Hay ciudades que nos resultan familiares antes incluso de haberlas pisado. Lugares ajenos y a la vez domésticos, porque sus iconos locales se confunden con los globales gracias a los libros de texto y los mass media de ahora y de antes. Es lo que sucede con Viena: la patria de los valses de Año Nuevo, de los dorados besos de Klimt y de los espías de la Guerra Fría. Imperial decorado de la desdichada Sissi, diván de Sigmund Freud y paritorio para la Venus de Willendorf.
Además de esas y otras conexiones universales, a Cuenca le unen con la capital de Austria vínculos más directos. Uno de ellos cuelga de una pared de la Sala 10 de su Kunsthistorisches Museum, el Museo de Historia del Arte. Es ‘La familia del pintor’, considerada la obra maestra de Juan Bautista Martínez del Mazo. Yerno de Diego de Velázquez -se casó con su hija Francisca-, fue su aventajado discípulo y sucesor como pintor de cámara de Felipe IV. Nació en Cuenca capital en 1605, según concluyó el investigador Manuel Amores al hallar su partida de bautismo entre los legajos procedentes de la antigua parroquia de San Martín.
Su padre era de Alarcón y su madre de Beteta. Hay voces de la localidad serrana que lo reivindican como natural y mantienen viva su memoria con un festival de arte que lleva su nombre. A su figura también se vincula la Posada de San José, emplazada en la palaciega casa que mandó construir su abuelo materno en el corazón del Casco Antiguo de la capital conquense.
Algunos han forzado con ciertas dosis de fabulación localista paralelismos entre las estancias del establecimiento hotelero y las que se muestran en ‘La familia del pintor’, si bien la escena testimonia cómo era el desaparecido Alcázar de Madrid. El lienzo es uno de los pocos retratos de grupo de la pintura española del Siglo de Oro y recuerda inevitablemente a Las Meninas. Y hasta se puede distinguir en él a Velázquez de espaldas y pintando.
La influencia del genio sevillano es tan patente en la obra del conquense que, en ocasiones, se han atribuido al primero obras del segundo. Muy velazqueña es su Infanta Margarita, casi idéntica a una homónima que hay en el Prado madrileño y que se exhibe en la misma sala del museo vienés junto a varios cuadros de su suegro y maestro.

Un museo de aire y titanes
Veláquez y nuestro paisano son dos poderosas razones para visitar el Kunsthistorisches Museum. Hay muchas más, empezando por el propio edificio: un derroche de belleza neoclásica mandado construir por el emperador Francisco José (el marido de Sissi) para albergar la colección artística de la rama centroeuropea de los Habsburgo, la dinastía conocida en España como los Austrias. En cuanto al contenido, conmueven Caravaggio, Rafael, Van der Weyden y Rembrandt, entre otros titanes del pincel. El atractivo de estos nombres no degenera en aglomeraciones ni en la epidemia de selfies que aquejan a otros centros artísticos del Viejo Continente. Hay público, claro, pero la experiencia del visitante es fluida y hasta íntima en algunos rincones. Hay aire para respirar las atmósferas de Brueghel El Viejo, tan bien representado con sus juegos de niños, sus cazadores en la nieve y su archiconocida Torre de Babel.
Un cliché justificado
Es paradójico que en Viena esté la representación más famosa del castigo divino condenó a la humanidad a no entenderse y con la que la Biblia explica la proliferación de idiomas. Si hay algo que abole esa maldición, es el lenguaje universal de la música y Viena es su capital por antonomasia. Será un cliché, pero bastan apenas unas cuantas horas de viaje para percibir hasta qué punto justificado. Lo avanzan el mismo avión y la cinta transportadora de equipaje, donde abundan los instrumentos. En un paseo de una misma tarde aleatoria uno puede toparse con un concierto de bandas de scouts, una interpretación a voz y órgano del del Ave María de Gounod en la barroca iglesia de San Pedro o una opereta de Strauss en un parque.
Casi todos los grandes compositores europeos vivieron, nacieron, trabajaron o murieron en Viena. Acechan por todo el mapa urbano placas conmemorativas, estatuas de homenaje, casas museo, tumbas, centros de interpretación o viviendas natales o finales de los Mozart, Haydn, Vivaldi, Schubert, Mahler, Beethoven y Strauss, ente otros. Los criterios para cribar tanta oferta dependerán de la mitomanía de cada cual, el tiempo y sus gustos. Muy interesante, sobre todo si se va con niños, es La Casa de la Música (Haus der Musik) por su carácter divulgativo e interactivo, en la que el visitante puede dirigir virtualmente a la Filarmónica de Viena. En la misma línea están los inmersivos Mythos Mozart y Johann Strauss Museum-New Dimensions, que queda a un tiro de piedra del pabellón de la Secesión Vienesa y del famoso mercado Naschmarkt.
Icónicos son el Musikverein (sede del concierto del 1 de enero) y la Ópera Estatal, majestuosa estructura a la que, al margen del programa de espectáculos, puede accederse con una recomendable visita guiada en castellano. Las opciones de conciertos se multiplican a diario por templos, salas y espacios públicos. Aquello es como una Semana de Música Religiosa de Cuenca en versión corregida, aumentada, omnipresente y permanente.
El Síndrome de Stendhal acecha por vía auditiva y la ciudad regala de cuando en cuando oportunidades únicas, de esas que se guardan en la memoria: “Yo una vez…”. Como la de escuchar en directo a la Filarmónica y a los Niños Cantores en un multitudinario concierto de acceso libre y gratuito en los jardines del Palacio de Schönbrunn para recibir el verano. El rito del Sommernachtskonzert se repite cada año a mediados de junio generalmente un viernes al atardecer. No es mala excusa para planificar una expedición, ya se sea un melómano empedernido o, simplemente, una persona con un mínimo de sensibilidad artística.
Un palacio que fue declarado Patrimonio Mundial a la vez que Cuenca y otros complejos imperiales
Por cierto, el complejo palaciego de Schönbrunn fue declarado Patrimonio de la Humanidad a la vez que Cuenca, en la misma sesión de la UNESCO de diciembre de 1996. El llamado Versalles vienés fue residencia veraniega de la familia imperial y está concebido para abrumar con su esplendor. Lo consigue y son innegables sus méritos artísticos y su simbolismo histórico, pero la visita deja un cierto regusto a parque temático en torno a Sissi. La acumulación de grupos de los típicos circuitos que enlazan al sprint Viena, Praga y Budapest puede resultar asfixiante, quizá por por esa disonancia cognitiva que nos hace vernos a nosotros como viajeros y a los demás como turistas.
Si no sobra el tiempo y hay que elegir entre los recintos palaciegos, el consejo es priorizar el Belvedere: elegantísimo barroco y mirador estratégico que alberga una imprescindible colección pictórica y escultura. Allí están las principales obras de Klimt, como su célebre Beso, que posee el superpoder de parecer nuevo -y mejor- cuando se observa en directo por más que se haya visto mil veces reproducido antes en pantallas, libros o láminas. Hay asimismo una buena muestra de arte sacro de lo medieval a lo contemporáneo, una de las versiones del Napoleón de Jacques-Louis David, y obras de Monet, Van Gogh, Rodin y Munch. Casi nada, casi todo.
La trilogía de los principales palacios -o más bien de los grandes conjuntos palaciegos- la completa el Hofburg y sus aledaños en el meollo de la capital. Es el más enorme y apabullante; sincretiza y sintetiza glorias y derrotas y hasta la propia identidad europea. Aloja dependencias oficiales y un largo listado de museos entre los que elegir, lo que es simultáneamente una bendición y una condena. El Museo Sissi, el Tesoro Imperial con la ‘Lanza de Longinos’ y la preciosa sala de gala de la Biblioteca Nacional pueden ser una buena tríada entre las muchas combinaciones posibles.



El Hofburg se enmarca en la llamada Ringstraße, la columna vertebral de la más fastuosa belleza vienesa, salpicada de parques como el Burggaten y de hitos arquitectónicos. En torno a ella están el parlamento de la República, el neogótico ayuntamiento y el teatro nacional. En la zona hay otros museos top, como el Albertina, con highlights como Magritte, Picasso, Durero, Chagall, Degas y Kandinsky.
Espiritualidad compartida
El otro gran foco patrimonial y turístico se articula en torno a la Catedral de San Esteban, que resurgió de sus achaques tras la II Guerra Mundial y cuya torre determina el skyline de tan llana ciudad. En interior, principalmente gótico, conviven con relativa armonía un trasiego propio de un centro comercial, la ceremoniosidad católica y el ardor íntimo de la devoción popular. Velas y rezos constantes veneran el milagroso icono de Santa Mª de Pocs (o de Pötsch), advocación mariana a la que se encomendaron los austríacos frente a la amenaza mahometana. Otro hermanamiento sútil: la fiesta del Dulce Nombre de María, que nació en Cuenca en 1513, pasó a celebrarse universalmente en 1683 como acción de gracias por el levantamiento del sitio a Viena por parte de los turcos.

Esa espiritualidad compartida se percibe igualmente en las iglesias barrocas de Viena, que tienen algo de hogareño para los conquenses. Al verlas, uno experimenta la sensación del transeúnte que se queda mirando por la calle a un primo lejano sin saber que lo es. Vaya por delante que hay muchas distancias que salvar en dimensiones o en la opulencia y permanencia de ciertos materiales y elementos. Pero, a pesar de eso, se perciben enseguida semejanzas de trazas, geometrías y planteamientos entre templos como San Carlos Borromeo, San Pedro, Santa Ana o la menos conocida Servitenkirche con ‘nuestros’ San Felipe Neri, la Virgen de la Luz, Las Petras o algunas capillas de la Catedral.
Inevitablemente siempre quedará algo por ver, pero del patrimonio religioso vienés conviene no perderse tampoco la Iglesia Votiva con un envidiable y envidiado neogótico, la medieval Maria am Gestade, la San Leopoldo (Otto Wagner Church) y la de los Agustinos. El Dom Museum, museo vinculado a la Catedral, resuelta demasiado escueto en su exposición permanente, aunque es sugerente el diálogo que plantea entre lo antiguo y lo nuevo.
Callejear por sus alrededores permite empaparse también de una Viena más clásica y típica (la de la Columna de la Peste, el reloj Anker, la de las callejuelas y escalones buscando el Danubio) o de la más comercial y globalizada, repleta de franquicias y marcas internacionales. Ya se sabe que a veces las grandes capitales europeas se parecen más entre sí que a sus respectivos países.
Del zoo más antiguo del mundo a una icónica noria: con niños
También se parecen los niños, por encima de fronteras y culturas. Además de los reclamos musicales ya apuntados, en la oferta de turismo familiar sobresale su zoológico, que fundado en el siglo XVIII es el más antiguo del mundo y alberga 500 especies de animales en el complejo del Schönbrunn. En un trenecito turístico se puede llegar desde allí al museo infantil del palacio, muy próximo a su vez los laberintos de los jardines.
No queda muy lejos de esos hitos -se puede ir andando- el Museo de la Técnica, de concepción lúdica y didáctica, mastodóntico en dimensiones y en ramas del conocimiento humano. Otro museo que satisface al público infantil y a los adultos curiosos es el de Historia Natural, situado frente al de Historia del Arte en un edificio gemelo a este, en la plaza de María Teresa. Logra el equilibrio entre los clásicos gabinetes de curiosidades y planteamientos museográficos muy actuales. 30 millones de piezas: dinosaurios, mariposas, elefantes, meteoritos, una piedra lunar, neandertales, terremotos y, sobre todo, la Venus de Willendorf dejándose contemplar en soledad y cercanía.
Prácticamente al lado está el MuseumsQuartier, un área con déja vu de Matadero en Madrid que aglutina varias decenas de espacios culturales y, sobre todo, es una zona para expandirse, relajarse y solazarse. Existen restaurantes idóneos para niños, el participativo Zoom Kindermuseum y una coqueta oficina de información cultural para la infancia con un tobogán en su interior.
Les encantará subirse también a la Riesenrad, la Noria gigante que inmortalizaron películas como El Tercer Hombre. Inaugurada en el siglo XIX, ha perdido la condición de más alta del planeta, aunque con sus casi 65 metros se mantiene como una atalaya privilegiada para contemplar la ciudad. Es el símbolo del Prater, veterano parque de atracciones que contiene un museo de cera Madame Tussauds y un planetario. Su encanto principal radica, no obstante, en su sencillez y cierto halo de anacronismo: una feria de las de toda la vida con carácter permanente y con puestos en que comer las imprescindibles variedades de salchichas vienesas o los lángos, una suerte de pan frito típico de la cercana Hungría. Conforme avanza la noche el ambiente en parque y aledaños se vuelve un tanto peculiar, si se usa un eufemismo que no suene alarmista. Mejor no marcharse muy tarde de allí si se va en familia.

Un Nóbel de Literatura austríaco que vivió en Cuenca
Y es que la muy segura y casi siempre elegante Viena es una ciudad de contrastes o, más bien, de inesperadas eufonías. Hedonista y delicada, germánicamente cerebral y laboriosa. Potencia en artes plásticas y musicales, también es referencia internacional de la filosofía, la psiquiatría, el pensamiento político o la escritura. Cuenta con un museo literario en el que, si se salvan las barreras lingüísticas, puede conocerse más de la obra de Peter Handke, escritor austríaco que recibió el Nobel de Literatura en 2019 y que vivió a finales de los años 1980 una temporada en la ciudad de Cuenca, donde escribió parte de su obra y de la que evocaría en un discurso sus noches otoñales.

El padre del psicoanálisis, Sigmud Freud, es el argumento de una casa-museo y de un parque, ambos situados en el distrito 9, el Alsergrund, rebautizado como el ‘Pequeño París’ por su sucesión de edificios modernistas y neoclásicos, que conviven con algunas icónicas viviendas sociales del pasado siglo y el Palacio Liechtenstein. Al borde del canal del Danubio -que se puede recorrer en barco- alterna el ambiente universitario y bohemio con el empresarial y financiero. Es buen sitio para tomar el pulso autóctono. Incluso para alojarse porque, aunque fuera de la almendra turística y patrimonial, está muy bien comunicado gracias a la eficiente y puntual red de metro y tranvía de la capital. Si se quiere probar un buen schnitzel -el típico escalope de cerdo- sus restaurantes son una opción más barata y solvente que los locales de las vías más turísticas. También ofrece posibilidades atractivas de cocina local, vegana e italiana. Y hasta en la sección de comida preparada de supermercados como Billa -el Mercadona austríaco- puede uno encontrarse con codillos memorables.
Otra zona relativamente periférica que también se hace con el favor de las guías turísticas más exhaustivas se articula en torno a las imaginativas y coloridas casas Hundertwasserhaus y el centro artístico KunstHausWien, edificios diseñados por el de la zona presentan precios más competitivos que los del centro.
El mejor souvenir
De todas formas, el mejor souvenir es el botín sensorial: el sabor de sus cafés y su Apfelstrude (pastel de manzana), la cegadora luz de sus precoces amaneceres, el tacto del frescor de sus parques… Y, sobre todo, esa intangible sensación de que lo mejor llega sin buscar en una ciudad tan abarcable -es una metrópolis de escala humana- como inagotable. En Viena caben muchas Vienas sedimentadas por los tiempos y las gentes, del busto de Keneddy hasta el monumento al soldado soviético, desde el civismo militante a la frialdad silenciosa, de los oropeles al hormigón funcional. Un lugar en el que siempre queda algo pendiente porque nunca se conquista del todo y nunca permanece igual. Y, en eso, también se parece un poco a Cuenca.
Tarjetas para ahorrar

Viena ofrece una enciclopédica lista de opciones para visitar y vivir por lo que cualquier visita exprés necesariamente se quedará en la epidermis. Es uno de esos destinos a los que dedicar varios días. Dicen que lo mínimo son tres, pero lo conveniente ronda la semana. Además, hay que tener en cuenta que las entradas a los museos y palacios son más bien caras, con una media de más de 20 euros como norma regla general. Por eso es muy recomendable optar por tarjetas o bonos conjuntos que permitan abaratar los accesos. Hay packs de monumentos y centros de la misma temática, pero las soluciones más competitivas son las tarjetas. Una es la Vienna City Card, que ofrece descuentos en más de 200 museos, monumentos y establecimientos y, si se quiere, tarifa plana en el transporte público, que es la mejor manera de moverse por la ciudad. Los precios oscilan entre los 9 y los 88 euros, en función de los días de uso y los extras que se incluyan, como transporte al aeropuerto. Permite la compra online.
También es recomendable para los viajeros exhaustivos la Vienna Pass, basada en el concepto de Todo Incluido, con acceso gratuito a más de 90 atracciones culturales y turísticas, entradas sin colas en algunos de ellos e ilimitado uso de los autobuses turísticos. Con las promociones vigentes, oscila de los 89 y los 179 euros en adultos y entre los 44 y los 89 en niños, dependiendo de los días de uso, que pueden ser 1, 2, 3 o 6. A poco que se echen números, suele salir a cuenta. Se puede comprar tanto en formato digital como físico (envían a España o se puede recoger en una céntrica oficina) en este portal y además tiene atención al cliente en español. Otra versión son los Vienna Flexi Pass, un boleto turístico que te da entrada a 2, 3, 4 o 5 atracciones y museos con una vigencia de 60 días. Los precios van de 49 a 89 euros en adultos y de 26ª 49 en niños. También está disponible vía Internet. En este enlace se puede consultar más información.









