Judith Jáuregui. Lo sublime en el teclado

Crítica del tercer concierto del Ciclo de Adviento de la Semana de Música Religiosa

Manuel Millán de las Heras

La última vez que la pianista guipuzcoana visitó nuestra ciudad fue el diez de febrero de 2015, en un concierto monográfico de sonatas de Beethoven que se realizó en el Teatro Auditorio dentro del ciclo “Beethoven con acento español” organizado por el Centro Nacional de Difusión Musical. Más de seis años después, la intérprete donostiarra se ha acercado con un recital muy diferente –principalmente romántico salvo en la música de Federico Mompou— y en un entorno tan bello y especial como sonoramente confuso: la iglesia de San Andrés.

Quiero comenzar por esa sonoridad tan peculiar. San Andrés es un espacio precioso, municipal y al que no consiguen dar una salida cultural permanente. ¿Podría ser una pequeña sala de conciertos de cámara y polifonía? Quizá sí, pero se debe invertir en su acústica para frenar una reverberación que bordea el eco y que puede tolerar sonidos percutidos o pellizcados, pero difícilmente una cuerda frotada o un instrumento de viento. A este problema acústico natural se le sumó un permanente ruido electrónico, quizá producto de la calefacción o de la iluminación, que produjo un leve pero molesto fondo a todo el recital. Con esa sonoridad y un público que casi llena el espacio, comenzó el concierto con un repertorio totalmente alejado de lo sacro. Para mí no es una cuestión baladí y considero que siempre se debe buscar un motivo de unión, aunque sea pequeño, entre lo espiritual o religioso y el programa de este festival.

Judith Jáuregui estuvo tan sublime como el nombre del concierto. Lo que siempre me sorprende de esta intérprete es la absoluta concentración que muestra desde la primera nota hasta la última. No necesita una pieza suave para calentar e ir poco a poco entrando en el programa. Comenzó con Scénes d´enfants del compositor barcelonés Federico Mompou, que sonaron como lo que son: una inmensa paleta de colores armónicos que envuelven unas melodías tan directas como ingeniosas. A partir de ahí. Se sumergió en el universo romántico de Chopin y su celebérrima Balada en sol menor nº1. Pudimos comprobar que la gama de matices de su pulsación y el absoluto perfeccionismo no tienen límites en su estudio de este periodo. El piano vuela con ella, envuelve y regresa. El estilo, el tempo y levísimo rubato son precisos y emocionantes. El concierto se completó con las imponentes Klavierstücke de Johannes Brahms –una pieza de madurez del compositor de Hamburgo— y la Sonata en mi menor Op. 7 del noruego Eduard Grieg. Estas páginas poseen una poderosa arquitectura formal y complejidad armónica. Son un campo sin límites para el análisis y todo acercamiento a ellas supone nuevos descubrimientos, sobre todo en la obra de Brahms. Aquí pudimos comprobar que Judith Jáuregui no sólo lee los colores, cultiva un amplio espectro de matices y diferencia los planos de la partitura. También muestra de manera sencilla y diáfana toda la estructura. Es un músico excepcional con una trayectoria a la que no se le ve límites.

El concierto culminó regresando al color y huyendo del romanticismo. Debussy y sus Pagodes fueron el bis y el broche perfectos.