Cuenca vivió un Jueves Santo imborrable: solemnidad, emoción y tradición en la procesión de Paz y Caridad

El Jueves Santo en Cuenca se ha vivido como una jornada llena de fervor y solemnidad, desde la salida del Cristo de las Misericordias hasta la recogida de la última imagen, sumando nueve horas de profunda devoción

FOTO: Esteban de Dios

Cuenca ha vivido un Jueves Santo de los que permanecen en la memoria para siempre, un día en el que la solemnidad y la grandeza se han dado la mano bajo un cielo que, por fin, ha ofrecido clemencia tras jornadas de incertidumbre y nubes inquietas. La ciudad, que había contenido el aliento durante los primeros días de la Semana Santa, ha amanecido serena, como si la propia piedra de sus calles se hubiera preparado para recibir, sin sobresaltos, uno de los momentos más esperados de su calendario cofrade. La tarde se ha presentado luminosa, con una calma que parecía escrita a medida para acompañar la belleza de la procesión más antigua de la Semana Santa conquense. Nada ha enturbiado el inicio del tránsito de Paz y Caridad, que ha vuelto a abrirse paso por las calles con la cadencia exacta que dicta la tradición y con esa emoción callada que sólo se rompe al paso de los cortejos. Cuenca se merecía una jornada así, sin más preocupación que la de buscar un rincón desde donde mirar, en silencio, cómo la fe y la historia volvían a encontrarse un año más.

Así ha sido como a las 16:30 en punto, a las puertas de la Iglesia de la Virgen de la Luz, el murmullo de la gente se quebraba en seco. El aire olía distinto. Era un olor que mezclaba incienso, cera y piedra antigua, y que avisaba, sin necesidad de campanas ni relojes, que algo estaba a punto de suceder. El estruendo inconfundible de la Banda de Trompetas y Tambores de la Junta de Cofradías rompía el murmullo expectante. De pronto, el Cristo de las Misericordias de la Archicofradía de Paz y Caridad aparecía puntual, cruzando el umbral del templo, y con Él llegaba ese instante que siempre parece nuevo, aunque sea el mismo de cada año. A sus pies, el rumor constante del agua acompañaba el momento, mientras la Banda de Trompetas y Tambores interpretaba los acordes solemnes del Himno Nacional. El Cristillo, meciéndose al compás de los tambores, se giraba hacia el Puente de San Antón, bañado por un sol que deslumbraba sobre cada detalle de la talla y de sus andas.

Apenas habían transcurrido dos minutos cuando las puertas del templo daban paso esta vez a Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto, que salía a la calle con la misma majestuosidad que cada Jueves Santo. Su guion y los brazaletes de sus hermanos vestían crespones negros, en señal de luto por la reciente pérdida de dos personas muy queridas para la hermandad: Marisa Aguilar y Pedro Antonio Ruiz Abarca. El sol, aún alto y refulgente, iluminaba la cadencia exacta de los pasos de los banceros, que, guiados por las notas de la Asociación Musical Iniestense, dibujaban una estampa cargada de belleza y recogimiento.

Casi veinte minutos después, Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna cruzaba el umbral, envuelto en emoción y acompañado por los compases de la Asociación Musical Iniestense. El sol arrancaba destellos a los guiones mientras la brisa acariciaba el puente, justo cuando Jesús con la Caña tomaba el relevo. Tras él, el Ecce Homo de San Gil alzaba su mirada al cielo mientras las túnicas llenaban las calles de color y devoción. Jesús Caído y La Verónica iniciaban también su caminar con un elegante vaivén al ritmo de la AMC Santa Cecilia de Almonacid del Marquesado. El Nazareno del Puente, con su Auxilio, cruzaba en silencio las aguas del Júcar, mecido por las horquillas y envuelto en recogimiento. A su paso, la Banda y EM Aurelio Mascaraque de La Guardia (Toledo) acentuaba la emoción contenida. A las seis en punto, Nuestra Señora de la Soledad emprendía su camino, precedida por filas de hermanos y acompañada por el Himno Nacional, interpretado por la Banda de Música de Cuenca, dirigida esta vez por Miriam Castellanos. Su silueta avanzaba sobre el puente, custodiada solo por el murmullo del río y el leve crujir de las horquillas. Cerraba el cortejo la representación institucional conformada por la concejala Estela Soliva y Samuel López como representante de la Junta de Cofradías.

Sentidos homenajes

La procesión de Paz y Caridad ha dejado estampas cargadas de emoción y recuerdo, marcadas por los sentidos homenajes que, a lo largo del recorrido, se han rendido a cofrades que ya no están. Ha sido el caso del sentido homenaje a Marisa Aguilar, a la que la Banda de la Junta de Cofradías ha dedicado ‘La muerte no es el final’. También se ha dedicado un homenaje a Pedro Antonio Abarca, secretario de la V. H. de Ntro. Padre Jesús orando en el Huerto, así como a otros hermanos fallecidos a lo largo de este último año.

Carretería, la plaza de la Hispanidad y la calle Las Torres lucían abarrotadas, convertidas en un mar de miradas. Cerca de las siete de la tarde, el cortejo procesional llegaba a los pies del Casco Histórico para iniciar su ascenso hacia la parte alta de la ciudad. Tras cruzar el Huécar por la Puerta de Valencia, las imágenes han tomado la calle Alonso de Ojeda, dejando a su paso instantes de gran belleza, cargados de emoción en cada movimiento de los banceros. Jesús Amarrado a la Columna avanzaba al compás solemne de su marcha procesional, dibujando una estampa de profunda devoción. A esa hora, las tulipas comenzaban ya a iluminar con su tímido resplandor el cortejo. Al ritmo de ‘San Juan’, Nuestro Padre Jesús Caído y la Verónica avanzaban con gran destreza y sentimiento, destacándose en cada paso del recorrido.

La subida al Casco, pasando por la Plaza del Salvador y la calle Solera, permitió que cada hermandad se exhibiera con todo su esplendor y dignidad. Lo hizo Jesús orando en El Huerto, mecido por el suave vaivén de sus ramas de olivo, mientras el Ecce Homo de San Gil avanzaba con el estremecedor eco de las horquillas, una banda sonora sobrecogedora que marcaba cada paso de su desfile. La entrada a la estrecha calle del Peso dejó a los banceros y a los presentes casi sin aliento, suspendidos en un instante de absoluto silencio y concentración. Cuando los últimos rayos de sol coronaban ya la iglesia de San Andrés, Jesús Nazareno del Puente hacía la curva tiñendo de morado la calle y con la marcha procesional ‘Passio Granatensis’ acompañando su discurrir. Los hermanos de Nuestra Señora de la Soledad del Puente avanzaron en un cortejo sublime, marchando de dos en dos por el Peso hasta llegar a Andrés de Cabrera. La imagen, bañada por la suave luz de las velas, resplandecía entre el blanco de las rosas, creando una estampa de serena belleza.

La noche, lenta y ceremoniosa, comenzaba a extender su manto sobre Cuenca cuando las hermandades ascendían por Alfonso VIII. El titilar de las tulipas dibujaba destellos de oro en la penumbra, mientras el Casco Antiguo, silencioso y altivo, se entregaba a la serenidad del momento. Las filas de hermanos, avanzando en silencioso compás, serpenteaban por la vía, dibujando una estampa casi infinita. La Plaza Mayor ofrecía un aspecto rebosante, colmada de fieles y curiosos que aguardaban el paso de la procesión que finalizaba su entrada, con Nuestra Señora de la Soledad del Puente a falta de pocos minutos para las diez de la noche. El trayecto hasta el Palacio Episcopal se dibujó con una cadencia casi celestial que cautivó a la multitud.

A las diez y veinte de la noche, el cortejo procesional emprendía el descenso de regreso al templo de la Virgen de la Luz, con el Cristillo abriendo paso en un discurrir majestuoso. También resultó impresionante la bajada de Nuestro Padre Jesús con la Caña, su paso por los arcos del Ayuntamiento, la anteplaza y Alfonso VIII, envuelto en el resplandor cálido de las velas. La marcha «Mater Mea» se fundió con el paso de Nuestro Padre Jesús Caído y la Verónica en su descenso, llenando el ambiente de un estremecedor respeto y hondura.

Tras un primer tramo por Alfonso VIII en el que las aceras estaban rebosantes de fieles, las calles comenzaron a despejarse antes de llegar a San Felipe Neri. La marcha de ‘La madrugá’ acompañó a Nuestro Padre Jesús Nazareno del Puente en el caminar acompasado de sus banceros. Una vez frente en las escalinatas de San Felipe, el Coro del Conservatorio interpretó de un modo brillante el miserere a cada uno de los pasos. Las calles Andrés de Cabrera y San Juan se colmaron de devotos, mientras los pasos descendían con imponente grandeza por Palafox, marcando su avance con dignidad y solemnidad hasta llegar al Puente de la Trinidad.

Pasada la una y media de la madrugada hacía su entrada en el templo la imagen de Nuestra Señora de la Soledad del Puente. Tras más de nueve horas de recorrido, atravesando las diferentes estaciones de la Pasión de Jesús, con la corona de espinas simbolizando su sufrimiento y el peso de sus últimas horas, la procesión llegó a su fin en la iglesia de la Virgen de la Luz. Un cierre brillante de cada uno de los pasos entrando de nuevo al templo tras una procesión de Jueves Santo que quedará marcada como una de las más conmovedoras y visualmente sobrecogedoras en la memoria colectiva de la historia de la Semana Santa de Cuenca.