Del duelo a la esperanza de la resurrección entre compases este Sábado Santo

Más allá del luto, del dolor, la pérdida y la muerte las Santas Marías elevan una oración hacia la resurrección de Cristo

En las cosas más leves, breves y en apariencia sencillas es en las que se encuentra la virtud de sorprender y cambiar. Y es que cuando algo se hace con amor, queda con legado de lo que fue. En el caminar infinito de las Santas Marías hacia el sepulcro se escuchan a toque de matracas y carraca los ecos de la procesión de antaño, ecos de recuerdo al origen.

Entre las vidrieras de San Esteban se colaba una de esas luces entre espectral y misteriosa que parecía suspenderlo todo en el tiempo, como si con cada mota de polvo que flotase visible por los haces de luz se adivinase una visión nazarena distinta de este Sábado Santo. Unión y familia, devoción y belleza, sentimiento y admiración se entrelazaban en un sinfonía sublime de hermandad acuñando momentos con sello propio en capilla antes de adentrarse en el camino del Gólgota en clave conquense que el Nazareno ya realizó hace 2.000 años.

Así, poco antes de las 19:00 horas, las puertas de San Esteban se abrían en una más que repleta plaza silente. En mitad de esa asuencia de sonido estruendorosa se intuía penitencia, petición y angustia, como si cada uno de los presentes fuera la cuenta del rosario que la Madre portaba entre sus manos, desgarrada de angustias y Calvario y rogando acompañar al señor en el destino que solo Dios para él había reservado.

Hoy era el día de los números hechos compás, las claves musicales para poner armonía a lo que no era posible contar de otra manera. Ocho escalones en los que las fuerzas se vuelven titánicas, ocho escalones de angustia y embestidos de dolores como el corazón de la Virgen, ocho escalones con la promesa de que la muerte de Cristo ha sido una lección que sabe a origen, a bautismo, ofreciendo la redención para los hombres. «Tres corazones» latiendo unísonos de estreno a son de marcha de Esteban Usano, matando el paso del cortejo. Mil almas contemplando sin ser capaces de romper el silencio.

El cortejo continuaba su avance por las Torres hacia el casco antiguo «Ad Sepulcrum», hacia el sepulcro, como si la melodía que portaba este título estuviera entre la premonición y el destino. Así, los «Banceros del Duelo» iniciaban el ascenso de Alonso de Ojeda apenas 40 minutos después de la salida, en una callejuela en la que el angosto eco del pasado que se abría como una herida desde que fue Gólgota hasta que el empedrado había tornado «Duelo», llegando a la Plaza del Salvador a las 20:07 con «Mater Desolata», la madre desolada, porque la ciudad que ayer burlaba orgullosa a su hijo entre tambores y clarines no podía aguantar su mirada ni iluminarla, y pintaba el cielo con nubes y claros para esconder su vergüenza.

«Las Tres Marías» avanzaban por Solera en compases repletos de almas y notas sin sonido, porque en un mundo en el que el ruido es la melodía de fondo la ausencia de éste dice más «A vos, omnes»; a vosotros, hombres. Y allí, a las puertas de San Andrés «Estabant Justa Cruxem», estaban junto a la Cruz, o más bien la encrucijada de la Cruz al sepulcro, los hermanos del Resucitado, como si el futuro fuera evidente y las espinas fueran un mal recuerdo, como si la Madre, mi madre, «Mater Mea», no tuviera ya dolores ni pérdidas que llorar enjugadas por el luto de su manto y como si, de nuevo, ese viaje «Ad Sepulcrum», hacia el sepulcro, con unos majestuosos giros por el Peso, con la naturalidad que ofrece un tempo perfectamente orquestado por María Rodríguez, la capataz del paso, fueran las curvas celestiales hacia la resurrección.

Un cirio por una flor, una luz por una promesa de vida, una vela de hermandad para que el «Dolor de María» no tuviera frío ni estuviera solo la tarde del Sábado Santo, porque el Duelo tornará Amparo y al Amparo le abriga la Esperanza. Rozaban las 20:45 cuando el Coro del Conservatorio entonaba la melodía del Stabat Mater para acunar el «Dolor de María» que se había hecho ligadura en la curva de San Felipe Neri, uniendo la blanca del giro solemne del paso con la corchea fugaz y dolorosa que se llevaba consigo el «Sábado de Duelo» por Alfonso VII, para sellar el destino.

En una fila única el caminar devoto de 70 niños acompañaba el Duelo y las Santas Mujeres acunaban el dolor de la Madre en los hombros de los banceros, que sentían como «Llora la Virgen» en el último tramo vislumbrando la anteplaza para dejar paso a los «Tres Corazones». Un himno de estreno que es alfa y omega, un himno de estreno que abre y concluye para que la música se convierta en un soliloquio entre compases de la Asociación Musical Alfonso Octavas y voces del Coro de Capilla de la Catedral, que una vez concluido el desfile y cerradas las puertas de la Catedral pasadas las 21:30 de la noche entonaba un último «Stabat Mater» en capilla, en el Arco de Jamete.

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