Lo diré una vez más, a fuerza de resultar repetitivo. El pasado domingo, el reloj de la historia del toreo se detuvo a las siete y treinta y cuatro minutos de la tarde en La Monumental de Las Ventas cuando José Antonio Morante Camacho, anunciado en los carteles como Morante de La Puebla, después de ejecutar una faena de belleza inconmensurable, rematada por una de las mejores estocadas de su vida, que le valió las dos orejas y por tanto el derecho a abrir la Puerta Grande, tras una clamorosa vuelta al ruedo paseando ambos trofeos, se dirigió solo, como suelen estar los genios en la vida, hacia la boca de riego, donde se cita a los toros más bravos, y ante el estupor general se quitó la coleta que le acreditaba como matador de toros.
Nadie esperaba tal gesto, ni un solo rumor se había susurrado entre los mentideros taurinos. A partir de ese momento se desató un paroxismo que yo, en mis ya sesenta años de vida, no he visto jamás. No seré yo quien vuelva a glosar las maravillas de uno de los mejores diestros que ha parido la tauromaquia, porque otros con mejor tino en la escritura que yo lo han hecho ya o lo harán en el futuro, pero sí que me gustaría compartir con los lectores una reflexión que me vino a la cabeza cuando Morante salía, casi en trance, en hombros de una multitud enfervorizada por la puerta que da y quita en la primera plaza del mundo. Hasta ese día, Morante era un torero de época, comparable a los que en la historia lo han sido; desde ese día, Morante se ha convertido en un mito del toreo, y de esos hay muy pocos, sobran los dedos de una mano para contarlos.
Insisto, no me extenderé más en las loas a uno de los mejores matadores de toros de la historia, lo haré en la relación que José Antonio tenía con nuestra ciudad a través de un conquense que tuvo una estrechísima cercanía y una enorme amistad con él: Pedro Alegría Rodríguez, conocido por todos como ‘El Moro’. Pedro, gran aficionado a los toros, conoció a Morante a través de Campito, abuelo de la actriz Paz Vega, que formaba parte del grupo de amigos con los que se movía en Sevilla, ciudad que visitaba con frecuencia, entre los que también se contaban Rafaelito Torres, Juani Vázquez o Paco Ayala. Campito le presentó a un torero que ya entonces apuntaba unas maneras y un arte pocas veces vistos en la historia de la tauromaquia, acaso sucesor del gran Curro Romero. Días más tarde, ‘El Moro’ asistió como espectador a una corrida de Morante en Jaén. Horas más tarde, estando en el hotel, que era el mismo donde se alojaba el maestro, Juan Carlos, el mozo de espadas del diestro y persona de su máxima confianza, se le acercó y le dijo que José Antonio quería que le acompañara en la cena esa noche. Desde ese momento la amistad entre Pedro y el torero fue en aumento, amistad que se hizo extensiva tanto a la cuadrilla como a su familia, que lo adoraban, hasta el punto de que recurrieron a él cuando Morante tuvo su primera crisis psiquiátrica grave. ‘El Moro’ acudió a la llamada y se convirtió en su sombra, acompañándolo y ejerciendo como amigo y consejero. También le presentó a José María Díaz Torres, afamado cirujano plástico conquense, ya fallecido. Cuando el diestro se anunciaba en Cuenca se alojaba en la finca de Chema, donde tras el festejo se reunía para cenar un grupo de conquenses allegados al torero y su cuadrilla, entre los que estaban Pedro, Rodrigo Merchante, José María Sáiz, Pedrito Valiente, Jesús Belinchón, o José Fernández, entre otros. El matador solía elegir para esa cena platos típicos conquenses, que elaboraba y servía el restaurante Casa del Cura de La Melgosa, propiedad de la familia Valiente. De hecho, una de las últimas veces que Morante toreó en Cuenca, cenó, entre los sorprendidos clientes que allí estaban esa noche, en la Bodeguita Capuz, el establecimiento que gerencia en la actualidad esa familia.
Pedro fue durante varios años el acompañante habitual de Morante, su consejero, confidente y chófer, pues él era el propietario y conductor del automóvil en el que viajaban los dos de plaza en plaza. Desgraciadamente, el diagnóstico de una terrible enfermedad que finalmente truncó la vida de “El Moro”, cortó de raíz la cercanía entre ambos, ya que quedó impedido para viajar. Sin embargo, la amistad permaneció incólume entre ellos hasta el fallecimiento de Pedro. Basten varios detalles para confirmar dicha aseveración. El primero fue el regalo de un bellísimo traje de torear verde botella y oro que Morante regaló a Pedro después de la primera operación que sufrió, o el toro que el diestro de La Puebla del Río brindó a la hija de Pedro, Arancha, en la plaza de toros de Cuenca el año de fallecimiento de su padre, 2014. También regaló a un hijo de Arancha el capote con el que toreó el sexto de la tarde en aquella corrida de La Beneficencia en Madrid en la que Morante lidió los seis toros. José Antonio sintió como la de un familiar la muerte de Pedro, y así lo atestigua el hecho de que portara detalles de luto en su vestido en la corrida que lidió en el Puerto de Santa María el día que falleció nuestro paisano.
A Morante siempre le ha gustado torear en Cuenca, los que le conocen saben de su predilección por esta ciudad y por su plaza. Aquí siempre se le ha acogido con cariño y se le ha tratado con la mayor confianza y cercanía. Pero, sobre todo, porque de aquí era uno de sus más grandes amigos, Pedro Alegría Rodríguez, “El Moro”.