Maestro Fernández-Cabrera

José Miguel Carretero Escribano

Llegó a Cuenca en el momento justo, en plenitud de su vida, decidido y libre, inspirado y presto. Era 1981. Por méritos legales, Aurelio Fernández-Cabrera Pérez-Cejuela accedía a la Dirección de la Banda de Música de Cuenca, que así seguimos llamando los conquenses a la histórica Municipal, centenaria y decana, fulgente y queridísima, carismática y nuestra.

        No lo tenía fácil, pero sí, del todo, claro. Y así, ilusionado y seguro, se lo expresó en su primera entrevista, recién nombrado, a Emilio López Adalid para Radio Nacional. También y sobre todo, hizo proclama de exigentes intenciones en el primer ensayo ante los veteranos músicos con galones y recelos y algún muy joven educando, que aquí no es gerundio sino adjetivo.

       Recapitulo, para ponernos en situación. La Banda venía de un pasado con humildes glorias entre avatares y zarandeos múltiples, siempre, eso sí, incardinada en la esencia de la Muy Noble y Muy Leal, Heroica, Fidelísima e Impertérrita Ciudad, títulos a los que suelo añadir por mi cuenta los de preferida y preterida: Cuenca guapísima y amada.

       De aquel ayer, sobremanera nos es conocido, destacando, el Maestro Cabañas, máxime por sus marchas de Procesión; pero es que mucho hubo de porfiar Don Nicolás con algunos ediles del Consistorio, cantándoles las cuarenta con gallardía y sin éxito en pro de su grey musical; escrito consta y archivado está. No fue el único y justo es citar a los Directores que lo precedieron: Arturo García Agúndez, Casimiro Rubio y el hijo de éste, Rafael. Y a los posteriores: Jesús Calleja Villamañán, vallisoletano y muy conquense, Lucio Navarro Martínez, de Puebla de Almenara, y Aníbal Carricoba Gay, gallego.

      Y añado en este punto unos pocos recuerdos personales que, por ello, no llegan a Cabañas (a quienes conocí, quise y quiero, es a sus hijos, Alfonso y, en especial, Aurelio, sin olvidar a Maruxa, hermana de éstos), ni a Calleja (que falleció en el año de mi nacimiento). Pero es que en mi casa se respiraba música, no sólo nazarena; sobre todo la española, porque besa de verdad. Sin tocadiscos, pero con radio aparatosa, las audiciones caldeaban el ambiente tanto como la estufa de leña y mi padre silbaba contracantos por el pasillo.

     No nos perdíamos ni un Concierto del Parque, en ese quiosco que Chirveches, pinturero, definía como “templete romántico con perfiles de viejo relicario”. Pero lo mejor eran los ensayos y mi memoria alcanza los de Aguirre (no los tres hermanos músicos, que también, sino las antiguas Escuelas, regalo de Don Lucas), en aquel local multiusos donde también se celebraban Juntas de Hermandades: allí escuché conscientemente por vez primera, yo con cinco añetes, “Nuestro Padre Jesús” y me quedé prendado y prendido para siempre. Dirigía Don Lucio.

      Y de ahí a la eternidad, o sea, al Almudí, sagrario de las quintaesencias. Porque en Cuenca sentimos, en todos los sentidos, que la Semana Santa se acerca cuando, recién cumplido el San Julián de enero, en cualquier noche inverniza, martes o jueves, suena y sueña la primera marcha de entre los recios muros del viejo Pósito, ahora Musikverein a lo conquense, y se deslizan las notas por el pentagrama pétreo de las escalerillas, y le  añade canto el Huécar y afinan su trino de flauta esos mirlos que inspirarían a Juan Carlos Aguilar.     

    A ese sanctasanctórum me acercaba con fruición y con la “Sony” de mi tío Antonio, para grabar tesoros, con cortes y empalmes, y luego ponerle los grandes éxitos a las tantas a Don Emilio y Matilde desde las ventanas traseras de Carretería. Alguna de aquellas cintas de casete (castellanizo) me las convertía Aurelio en joyitas únicas pintando carátulas coloristas, prodigiosas. Y entretanto, se sucedían los Directores, hasta Carricoba, pero eran frecuentes los interregnos, cubiertos afablemente por Alfonso Cabañas que dejaba el oboe para regir a sus compañeros.

   Con todo, era evidente que la Banda necesitaba superarse, crecer en cantidad, recrecer en calidades, pujar hacia la excelencia. Y en esas advino Don Aurelio, áureo y divino, humano y laureado, laborioso y sabio. A por todas. Por Cuenca y por la Música.

    Evoco su memorable primer Concierto dirigiendo, con un final de programa que era Cebrián en vena: “Una noche en Granada” y “Churumbelerías”. Y casi terminando el pasodoble alegre y encendido, vivaracho y zalamero, el Maestro se bajó de la tarima, echándose a un lado y señalando, él cara al público, a sus músicos con la mano abierta y el brazo extendido, mientras éstos seguían interpretando el trío. Ahí los tenéis. Ahí queda eso. Y aquí estoy yo.

    Lo tengo recién dicho y en público, no publicado en letra: con él, la suerte fue nuestra, sin dejar de ser suya. Con nosotros ha convivido media vida, fecunda y feliz. Vino en sazón, con una hoja de servicios ya espléndida y que aquí culminó en apogeo, apoteósico.

    Nos centramos en su faceta de compositor, jalonada de galardones postineros: es que hasta puso una pica en Flandes, o sea, en Sevilla, tierra de María Santísima, coto y feudo, ganando el Primer Premio del Concurso Internacional de Pasodobles convocado por la Real Maestranza de Caballería en el año de la Expo, 1992, por su “Primavera sevillana”. Torero y con salero.

   Y ahora explicamos una clave esencial, de sol: Fernández-Cabrera era discípulo veraz, directo y predilecto, del gran Ricardo Dorado, para una mayoría docta el mejor autor de marchas procesionales (basta enunciar “Mater mea”). Hablaba de él con unción, con esa admirativa reverencia que le debes a tu Maestro, palabra que viene de “magister”, que es magno, grande (y ministro de “minister”, empequeñecido y siervo): esto me lo enseñó muy bien, con su ironía galaica, el Maestro mío en Derecho, Don Pablo Fuenteseca .

     Me contó detalles Don Aurelio de su decente docente, exquisito formador de selectos aspirantes a los Cuerpos Nacionales de Directores de Bandas, tanto civiles como militares. No había correos electrónicos, así es que, aparte caras conferencias y queridas  clases presenciales, mantenían una intensa relación epistolar postal. Era como esperar carta de la novia, filarmónica: el toledano le mandaba sus ejercicios y propuestas y el coruñés contestaba calificando, cualificado.

    Y elijo un par de muestras del magisterio. Una: “Perfecto. Es que no te tengo que corregir ni una nota”. Y dos, a propósito de una fuga (musical): “No lleves nunca prisa, estudia, medita; no te voy a preguntar el tiempo que has tardado en hacerla; sólo te voy a decir si está bien, mal o regular”.

     Es público y notorio que Fernández-Cabrera Pérez-Cejuela, Aurelio, sacó el número uno en su oposición, arrasando. Él hubiese querido optar al Cuerpo Militar, pero no convocaban y cuando lo hicieron, tarde, mal y nunca, algún malaje le impidió concurrir,  aplicando por escasos días un ridículo tope de edad (los treinta y cinco) que ahora sería inconstitucional: digo. Eso que, con el tiempo, ganamos en Cuenca.

     Y aquí nos quedamos, embelesados con la Semana Santa. La casi totalidad de las marchas procesionales por él compuestas las ideó y sintió, fraguó y escribió en esta tierra también, tan bien, suya, entre las Hoces, en el cogollo; lo iluminaron la luna de Nisán, el sol del Jueves bajo las tres cruces, la tibia luz titilante de las tulipas en la anochecida a la vera de la Banda. Al paso tras los Pasos, para marcárselo, él “nazareno con gorra de plato”, lira en la frente, bocamanga y hombreras y el escudo de Cuenca en las solapas.

     Dos excepciones, gloriosas, confirman la regla dorada, adorada; porque ya se trajo, hechas y derechas, dos preseas: “Cristo del Olvido” y “Virgen del Socorro”, dedicadas al Patrón y a la Patrona de su pueblo natal, Orgaz; agradecido y bien nacido. Todas las demás, hasta colmar docena y media, son marca Cuenca, para el mundo.

     Paso a enfocar varias escenas sucesivas, definitorias. Empiezo en 1991, año del primer “Concierto del Huerto”. Aquello fue cosa de dos: Don Aurelio y mi querido hermano José Ramón Gómez Couso; ya había éste montado tres años antes, con ayuda del estupendo nazareno Pedro Eduardo Pérez, una actuación de la Banda en los Salesianos, pero ahora, para San Esteban, para la Hermandad hortelana de la oliva de El Quinto y el capuz blanquísimo, color pureza y honra, se firmó con un apretón de manos una santa alianza, armónica y con vocación de eternidad.

     Treinta y dos años después sigue reluciendo, flamante y popular, plena de ilusiones, esa cita musical del primero de los tres seguidos grandes Viernes: el del Concierto, el del Pregón y el Viernes Santo. Y aprovecho, estudiando con esmero el repertorio de los catorce que dirigió el Maestro Fernández-Cabrera, para exponer hechos probados: respetó a los históricos autores conquenses, comenzando por Nicolás Cabañas (programó “San Juan” en todos sin excepción hasta 2003, y también “El Descendido” y “Muerto en la Cruz”, en varios), siguiendo por Calleja, los hermanos López Calvo (del formidable José estrenó diversas marchas, incluida esa “Por tu cara de pena” de rompe y rasga; del humildísimo Julián se tocó varias veces “El Prendimiento”), por Alfonso Cabañas (“Marco Pérez ha muerto”) y Julián Aguirre (“Amarrado a la Columna”, en tres ediciones). Y, por supuesto, dio cancha a los noveles con calidad, ofreciéndoles el lujo de estrenar a lo grande, privilegiados. Así consta y así fue.  

     Esa actitud noble no siempre se tuvo para con él y narro un concreto caso, con anécdota. Vino a tocar la Unidad de Música del Regimiento Inmemorial, de fausta memoria y mucho renombre; pero cuando tú acudes a una plaza de muy alto prestigio como es Cuenca, que tiene una Banda envidiable y envidiada y un Director que está en las antologías nacionales, o sea mundiales, de los compositores de música procesional, es que, no por deferencia, sino por deber moral, ley de oro no escrita, tienes que incluir una obra suya en el Concierto de marchas. No fue así.

    Acudió Manolo Calzada, buenazo e inocente del hecho, a pedirle a Fernández-Cabrera la percusión, para que no tuviesen que venir cargados de Madrid con los timbales y demás. Por supuesto que la cedió y preguntando qué iban a tocar. Manolo se explayó ilusionado: “Cuando interpreten La Madrugá es que se va a caer el Auditorio”… Y Don Aurelio soltó el passing shot inapelable: “Pues a mí no me va a pillar debajo”.  Juego, set y partido.

     En 2004 se jubiló, dejando la batuta de su Banda querida en las mejores manos: las de Juan Carlos Aguilar Arias, éste sí que leal, porque es Maestro, otra vez de “magister”, y sabe, quiere y puede.

     Se convirtió Don Aurelio en “nazareno de la orilla”. Seguía a la Banda, disfrutando las Procesiones en los lugares más maravillosos. Y aquí revivo un momento que presencié: Santo Entierro bajando por las curvas de la Audiencia; Aguilar, con vista de águila, observa al matrimonio Fernández-Cabrera, ubicado y conmovido; se gira y ordena con urgencia: “Las cruces de la Merced”. Con qué emoción sonó, al aire de la noche, tras de los cuatro hachones del Yacente y el blanco sudario de la dolorosa Soledad.

     Continuó componiendo, ya septuagenario; octogenario incluso, con una riqueza exuberante, técnica perfecta y esa luminosidad asombrosa sólo al alcance de los genios. Tuvo a bien dedicarme una tarde entera, casi cuatro horas, en “La Antigua”, enfrente de su casa de Fermín Caballero, que la familia conserva y utiliza. Tomé notas como un descosido, como cuando venía Portela Sandoval a ilustrarnos sobre Marco Pérez; me refirió casi infinitas cosas, con una confianza que me abrumó, inolvidable.

      En mitad de la conversación, para mí un regalazo, me inquirió: “Creo que le han puesto una letra a mi Cristo del Olvido con no sé qué de La Caña ¿Sabe usted cómo es eso?”. Pregunta directísima y me sabía la respuesta. Se lo conté. Se la canté: “…que nos la han quitao…”. Certifico que a Don Aurelio le divirtió aquello, con ojos brillantes y sonrisilla pícara. Testigos: un par de tazas de café con leche.

     Todavía dirigió, invitado, varias veces en San Esteban, como en el estreno de su “Orando en Getsemaní”; también en ese Auditorio que, no obstante, seguía en pie. Poco a poco su salud se fue quebrando, pasando a prolongar estancias en Madrid por necesidades médicas. Yo le preguntaba a Juan Carlos, que procuraba dulcificar los pesimismos, prudente, porque el nueve-seis-nueve del gran número uno ya no contestaba: lo mantengo en mi guía de contactos, imborrable como los de José López Calvo, Aurelio Cabañas o Enrique Domínguez Millán, inmortales.

     El 4 de diciembre de 2022, primer domingo del último mes, entregó su alma a Dios. Releo y transcribo, de otra entrevista del Maestro Fernández-Cabrera, muy a propósito: “Algunas veces me he despertado por la mañana y le he dicho a mi mujer: hoy he soñado con el cielo. La gente paseaba muy tranquila y con semblante de felicidad… ¿Y qué música se oye en su cielo?. La Sinfonía n.º 2 (Resurrección) de Gustav Mahler”.

     Hasta Orgaz se desplazaron para el entierro Juan Carlos Aguilar y su esposa Rosa Ana González, clarinetista de la Banda de Cuenca. Eso es lealtad y cercanía, honradez y honor; presencia y esencia. Al terminar la Misa sonó, como debía, “Cristo del Olvido” y el Maestro Aguilar devino bancero para llevar sobre su hombro el féretro de Don Aurelio, marcando compás en una estampa para la eternidad.

      Hoy sigue sonando Música. Escrita en el Cielo.

    Cuenca, 14 de marzo de 2023.