Las voces

F. Javier Moya del Pozo

Serán las voces de los que se han marchado los que nos dejan un vacío tan melancólico como previsible. Eso es la vida, voces que parecen desvanecerse en el aire, pero jamás en nuestra memoria. Esas voces, tan distintas y tan distantes en el tiempo algunas, y otras, aún flotando en los pasillos de los hogares conquenses; aquéllos en los que, inevitablemente, ha de desarrollarse una procesión de recuerdos compuesta de comentarios sobre el éxito de las torrijas del último año, del olor a la garbanzada de la abuela, de las bromas sobre la afición del abuelo a su copita de resoli, y donde las afligidas miradas a las fotografías de los ausentes con la túnica de su venerable hermandad tienen un lugar de honor.

No obstante, la pena no es menos dura, tan sólo distinta, hecha con otros mimbres, que la que ha de nacer ante el vacío del bancero por la ausencia del hermano que era su soporte, físico y anímico bajo las andas, o de quien, año tras año, desde la infancia, pasaba a recoger al amigo para incorporarse, juntos, a las filas procesionales.

Con todo, pena, pesar, dolor, congoja, donde sea que aquéllas reinen, se transforman en puro escalofrío al sonar el “ Miserere mei, Deus secundum magnam misericordiam tuam”. Entonces, no queda sino rezar para que, como escribió Antonio Blay, el mismo que definía la oración como la respiración del alma, no pedir nada a Dios, sino dejar que Él sea quien te hable.

Y, también, encender en el hogar una vela, para decirle a quien se fue que su voz, al igual que su Presencia, siguen con todos nosotros, sea o no Semana Santa.

Surge una llama que besa,

que me abraza dando luz,

la que dice que eres tú

siempre que enciendo una vela.

Es el olor de la cera,

es su aroma penetrante

el que anuncia tu llegada;

aquí estás hecha palabra,

susurrando a cada instante:

Nunca voy a abandonarte.