Crónica del coronavirus IX- La nueva legalidad

Ramón Carlos Rodríguez

El 28 de mayo de 1993, una semana antes de las elecciones generales de aquel año, el corazón de Julio Anguita se quebró en la búsqueda de un ideal que parecía posible en sus palabras y en los oídos de quienes le escuchábamos distinguiendo ya entonces entre las falacias habituales de la política al uso y el aroma inconfundible de la verdad. Entre la pelea de ambiciones que libraban Aznar y González, emergía la voz osada de un maestro de Córdoba por cuyas lecciones desde el atril de turno era motejado por el establishment socialista de iluminado y traidor, etiquetas que pretendían desprestigiar su pretensión insólita de exigir que un posible pacto de la izquierda se asentara sobre la base de los principios en lugar de atender a la eterna codicia por ocupar parcelas de poder. Anguita solía reprender a su auditorio exhortándolo a abandonar el infantilismo y a tomar por fin las riendas de su propio destino. Huía de la fotos con los simpatizantes y del abrazo mitinero, conminando al oyente a constituirse en ciudadano pleno, sujeto de derechos y deberes, verdadero responsable del futuro de sus hijos más allá de cada elección.

Veintisiete mayos han pasado desde entonces hasta que el corazón de Anguita optó por no seguir latiendo en este tiempo oscuro en el que su legado de honestidad intelectual no lo asume nadie. Sus herederos naturales en este gobierno blasonan de representar la esperanza eterna de que al compás de sus medidas por fin se abre paso en España la justicia social, pero la renta básica sólo es un parche si hace tiempo que aquella quimera se escapó por el sumidero del fraude y la incoherencia, del sectarismo y la arbitrariedad.  

En tiempos de tribulación, conviene no hacer mudanza, sobre todo si están en juego las cosas de comer. Bajo el paraguas de la emergencia sanitaria no pueden socavarse los cimientos legislativos que dan seguridad jurídica al sistema y orientan el comportamiento de los actores sociales en unas circunstancias en las que es más importante mantener una estructura productiva precaria que abocarla a la extinción. Lo ocurrido con el pacto sobre la reforma laboral no es más que la revisitación de la fábula del escorpión y la rana actualizada a las postrimerías de este momento de excepción en el que las intrigas florecen protagonizadas por el alacrán Sánchez, incapaz de renunciar a su naturaleza de engañar a todos todo el tiempo, incluido su lugarteniente Iglesias como batracio propiciatorio que croa el “pacta sunt servanda” mientras se hunde en la ciénaga de Bildu. Si no fuera tan dramático para nuestra suerte futura, resultaría cómico contemplar el sainete del vicepresidente reclamando el respeto a la palabra dada frente a quien se olvidó de sus proclamas electorales para pactar con él. 

Hagamos por una vez caso al gobierno y dejemos para más adelante el juicio sobre su negligencia inicial para prevenir la catástrofe. Al fin y al cabo, casi todos fuimos “sologripistas” y podemos aceptar el “nadieloviovenir” como animal de compañía. Lo que no se nos puede pedir es que aguantemos mansamente las exigencias del confinamiento contemplando la gestión errática de quien pretende prolongar el estado de alarma por encima del marco constitucional, utilizando un instrumento previsto para limitar parcialmente nuestros derechos como pretexto para gobernar por decreto y cancelar las libertades por orden ministerial. La pulsión autoritaria del gobierno requiere prolongar la excepcionalidad aunque para ello sea necesario mercadear los apoyos sin importar la gravedad de la situación ni la trascendencia del momento, creando un intolerable escenario de opacidad en el que la asimetría territorial de los cambios de fase hace crecer la sospecha sobre la existencia de motivaciones políticas en la concesión de los sucesivos salvoconductos hacia la normalidad.

Por el camino de los mensajes que inocula el gobierno, el ciudadano responsable que buscaba Anguita ha devenido en epidemiólogo de guardia que pontifica desde su garita sobre fases y medidas, experto de tertulia pronosticador de rebrotes apocalípticos que iban a asolar los hospitales tras la vuelta al trabajo de los sectores no esenciales después de Semana Santa, tras la salida insensata de los niños, de los paseantes caóticos, de los deportistas sin freno. Suele tratarse de personas acomodadas en el estado de alarma permanente, agorafóbicos a tiempo parcial adaptados a la nueva legalidad de un mundo distópico de teletrabajo y compras virtuales, hipócritas de salón que denostaron la ley mordaza y ahora jalean el millón de multas de dudosa legalidad impuestas a su amparo. El sistema cultiva el miedo de la población para crear súbditos incapaces de percibir que la democracia real se construye ejerciendo nuestros derechos cada día, más allá de la urna en la que introdujimos una lista cerrada que hoy nos deja inermes frente a la adversidad.