Manuel Millán

Escribo estas líneas envuelto en una serenidad que intentaré explicar. La pandemia y otros acontecimientos impidieron que me acercara a ningún concierto desde el mes de febrero. Con una intensa sed de belleza y espiritualidad me acerqué a la Catedral de Santa María y San Julián el pasado 14 de agosto. A simple vista todo parecía similar y diferente a la vez. Las distancias de seguridad estaban perfectamente claras e incluso los familiares tenían que sentarse en los lugares así indicados. Esa separación permitía todavía más la interiorización y la meditación a la que siempre nos conducen los órganos barrocos construidos por Julián de la Orden y restaurados por los hermanos Desmottes.

La segunda novedad, acertadísima, fue el establecimiento de diferentes pantallas para poder ver a los intérpretes desde cualquier asiento. La poca visibilidad siempre ha sido el principal inconveniente de estos conciertos y esta medida lo palía notablemente. El público, como casi siempre, mantuvo un silencio sepulcral durante todo el recital (salvo un ademán de aplausos tras la segunda Improvisación), que conmueve y posiblemente perturbe a los intérpretes. Hasta en los templos ya tienen previsto como algo natural y litúrgico el aplauso entre pieza y pieza.

El concierto tuvo como protagonistas a los organistas Jürgen Essl y Marie Zaharádková. El repertorio combinó a dos compositores germánicos del barroco medio y tardío como Johann Pachelbel y Johann Sebastian Bach con tres improvisaciones de los intérpretes.

Las obras barrocas son especialmente interesantes. Todas fueron adaptaciones para dos órganos de piezas para órgano solo y las que abrieron y cerraron el concierto son además transcripciones de Bach de dos conciertos de su admirado coetáneo Antonio Vivaldi. El uso de ambos órganos le dio una variedad muy peculiar y acercó el austero órgano español al más ampuloso centroeuropeo. Los dos mostraron un conocimiento de estilo absoluto y me sedujeron especialmente en las variaciones sobre el Aria quarta del Hexachordum Apollinis de Johann Pachelbel. Los registros bien diferenciados de los dos instrumentos impregnaron el templo de colores siempre cambiantes y especialmente bellos.

Como hemos apuntado anteriormente, el concierto se completó con tres improvisaciones, llamadas Espejos, en las que ambos demostraron demostraron ser dominadores del oficio. En las concisas notas al programa enlazaron el espíritu del barroco, en el que los músicos repentizaban todo tipo de ornamentaciones sobre las melodías, con la propuesta improvisadora contemporánea. Las tres utilizaron un lenguaje moderno, de base modal y ricas armonías. Sentí por momentos el espíritu del mayor genio en la materia de todo el siglo XX: Olivier Messiaen.

La nueva normalidad nos trajo un concierto bello, intenso y reposado a la vez. La temperatura ideal que vive la catedral en la noche de agosto terminó de saciar el hambre de belleza y soñar con la esperanza.