Tras la traumática Semana Santa pasada -con el déjà vu del reciente Martes Santo- los conquenses hemos incorporado dos apostillas a nuestras conversaciones sobre el futuro. Una es pertinente en todo contexto y lugar: “Si Dios quiere” o, en su versión más clasicona, “Dios Mediante”. La otra tiene ecos de cartel taurino: “Si el tiempo no lo impide”. Este Miércoles Santo Dios quiso. Y el tiempo no impidió que la procesión de El Silencio saliera y completara su itinerario, aunque se empeñase con obcecación en ello. Lloviznas intermitentes acompañaron el recorrido e incluso un chubasco más intenso y sostenido atacó al desfile cuando los primeros pasos alcanzaron la Plaza Mayor, situándolo al borde de la cancelación. Amainó en el momento justo y la tenaz voluntad de las hermandades de no renunciar hizo el resto. No sorprendió una actitud fiel a la idiosincrasia y a la historia del propio desfile.
Fue una noche de paraguas abriéndose y cerrándose en bucle, con las emociones subidas a la vagoneta de una montaña rusa que no descarriló, por más que las vías estuviesen mojadas. Con más fidelidad y sacrificio que nunca, aunque implicaran opositar a un constipado, el Silencio de Cuenca clamó entre horquillas y corcheas, agitando olivos y conciencias. Y narró como sabe y pudo la entrega, el desasosiego, la traición, la oración, el escarnio, el sueño, el abandono y la Amargura. La vida, el Evangelio.
La procesión comenzó incluso un poco antes de las siete de la tarde desde San Esteban mientras tambores y trompetas atronaban la calle Aguirre. Hacía poco que, con casi toda la ciudad pendiente, se había optado por salir tras las consultas a la Agencia Estatal de Meteorología. Tomar decisiones en esta primavera cambiante se asemeja a cruzar una cuerda circense tejida de isobaras. Los representantes y directivos de las cofradías tienen siempre, pero más en estos bretes, algo de funambulistas, por más que algunos les exijan dotes de videntes. Un simple golpe de viento puede llevarse o traerse las nubes y, de paso, elevar lo acordado al olimpo del acierto o al hades del “os habéis equivocado” que rugen esos leones que, desde la barrera, salivan por un mal resultado.
Ascenso
La Oración en el Huerto se explayó hacia Las Torres y la Puerta de Valencia, abundantemente flanqueada por sus capuces blancos y mucho niño en la fila que no se amilanó aunque chispeara esporádica pero recurrentemente. El paso, que no hace ni un año había procesionado por las mismas calles en la extraordinaria de su centenario, desfiló con las andas restauradas para reforzar su estructura. En la Puerta de Valencia el paso se giró hacia el azulejo de su hermandad homónima y hermana del Huerto de San Antón. Un viraje que este año tenía dos nombres propios: los fallecidos Pedro Ruiz Abarca y Marisa Aguilar.
También de San Esteban partió El Beso de Judas, ese Prendimiento que sigue celebrando sus 120 años, con recentísimo recuerdo de su salida especial del 1 de marzo. Fue recibido por la Banda de Horcajo de Santiago con el himno nacional, primero y, después, con la marcha ‘De la traición a la victoria’ que el andaluz Félix de Carboneras creó para la hermandad. Ahora es novedad, pero será un clásico. No faltó su escolta de guardas del sanedrín, procedente de Tarancón, y a sus pies lució un adorno floral de lisianthus blanco, paniculata con una base eucalipto y tuya con el sello de Las Camelias.
Saludó el Señor traicionado y besado al conjunto de San Juan Apóstol a su paso por El Salvador. La hermandad de doble advocación mariana y juanista se incorporó al desfile sobre las 20:19, con la Banda de San Clemente exaltándola con el Himno de España y guiando sus primeros pasos con el Camino de Lágrimas que le dedicó Óscar Contreras. Radiantes en su mensaje de pena y lealtad. Paula Orozco de Viveros La Mezquita había ideado para ellos junto a las camareras de la hermandad un exorno floral donde dominó el blanco compuesto por rosas, dendrobium, iris y orquídeas, entre otros tipos. En su mayoría, según destacaba la florista, especies de temporada y de proximidad, “apostando por la sostenibilidad”.
La tarde parecía abrirse y aclararse: cada vez era menos acusado el contraste entre el inmaculado y nuclear blanco de los capuces y la negrura gris de las nubes. Pero, eso, solo parecía. Más deseo que realidad.
Chubasco que llevó al desfile al borde de la cancelación
El Huerto fue agasajado ante los Arcos del Ayuntamiento por las trompetas y tambores de la Junta de Cofradías (JdC). Se movió entonces con su danza mística, sacra y metafórica. Fue cuando la lluvia volvió, si es que alguna vez se había ido del todo. Eran las nueve menos cinco. El agua cayó inicialmente suave, en la tónica de la tarde. Pero después, ¡ay, después!: aumentó el ritmo, la cantidad y la duración. El Judas llegó con digna solemnidad a las borriquetas cuando las nubes se volcaban sin remilgos. Allí esperaba ya La Oración. Ni uno ni otro fueron tapados, aunque sí afanosamente secados periódicamente.
Las figuras de La Amargura con San Juan Apóstol arribaron a la Plaza Mayor con sus particulares chubasqueros con los que se intentó proteger ropajes y tallas. Ellos y todos, tratando de minimizar los daños patrimoniales que seguramente se hayan producido de los que tocará también hacer balance, el envés de estas situaciones. A pesar de las circunstancias, tocó para ellos la banda de la JdC y les abrió un espacio que, tras algunos titubeos, recorrieron hasta el Palacio Episcopal.
La desazón que ya se vivía en la Plaza Mayor -y que nunca degeneró al terreno del histrionismo o el “sálvese quien pueda”- tenía su parangón en el interior de la Catedral con los hermanos de la Santa Cena. Allí se rezó recordando a Fernando León Cordente, quien fue su consiliario y que falleció el 30 de diciembre. Y se bendijo la colección de 13 platos del ceramista Pedro Mercedes que representa alegóricamente a Jesús a los apóstoles y que fue la vajilla de la más taumatúrgica, eucarística, decisiva y servicial de las cenas que se han tomado y se tomarán. Estrenaban sus banceros unas almohadillas del tapicero José Luis Ruipérez ideadas específicamente para sus banzos de aluminio.
Momentos de expectativa y dudas también en la iglesia de San Pedro. El paso homónimo, que ha de montarse por partes en el exterior del tiempo, optó por quedarse dentro al arreciar la lluvia. La Negación, que sí aguardaba ya fuera de la iglesia volvió a meterse. Así que hicieron compañía al Ecce Homo de San Miguel mientras se aguardaban noticias.
La noticia improbable fue la verdadera
No era optimista el juicio en ninguno de los escenarios concernidos, al menos entre el gran público. Los saludos se intercambiaban con ese rictus tan conquense de disgusto contenido, fastidio y resignación, con esa tan autóctona manera de decirse un “Ea” con la mirada compadeciéndose mutuamente.
Pero la noticia más improbable se convirtió en la verdadera. Tras casi una hora, las precipitaciones se fueron debilitando y llegaron a detenerse. Y se los representantes de las hermandades y el presidente de la Junta de Cofradías, en un cónclave reincidente, dijeron que sí, que la procesión se reanudaba. Una testigo que estaba en San Pedro cuenta que nunca había visto tanta cara de alegría unida.
Todo se puso en marcha tan rápido y ordenadamente como se pudo, si se tiene en cuenta que de la petra iglesia tenían que salir tres pasos y montarse uno. A las 22:29 horas apareció la Santa Cena desde la Catedral para iniciar su carrera mientras la Banda de Cuenca, que luego iría con el Huerto, le tocaba el himno de España. La comunión entre la agrupación musical y la cofradía se renovó desde los Arcos, al son de Nuestro Padre Jesús y de muchas otras, marcando el ritmo del bamboleo de Getsemaní: esta vez la fraternidad no era un trámite que se renovaba automáticamente, esta vez fue distinto.
Impresionó un año más ver proyectarse la potencia imaginera del San Pedro Apóstol, voluminosa en calidad, sobre las nobles fachadas de San Pedro, a golpe de horquilla rotunda y con la Asociación Musical Moteña como partener sonoro. La cofradía recuperaba la toza para alfombrar las imágenes y había introducido cambios en la distribución de las andas. Y, a pesar de las bajas temperaturas y la amenaza de la lluvia, contó con bastantes niños entre sus integrantes, la mayoría con el capuz puesto.
Unos cuantos metros después -hubo un corte al inicio que luego se corregiría- desfiló La Negación de San Pedro. Todo el mundo añora a alguien en Miércoles Santo y ellos guardaron un minuto de silencio, que luego se prolongaría en otros tantos durante la procesión por Ruiz Abarca y por José Ayllón, decano de sus banceros. A golpe de horquilla -que bella sola, sin más competencia sonora- llegaron a la Plaza Mayor.
Les siguió el siempre inerme y omnipotente Ecce Homo de San Miguel, entre aromas de un incienso que unía Cuenca con otras geografías espirituales de España como Santiago. Se giró, como es habitual, ante su azulejo en la Anteplaza.
Bajada de voluntades
Y es que, ya al completo, la procesión inició su descenso, tragando esa saliva que ingerimos antes de pronunciar el “Hágase tu voluntad, de un Padre Nuestro”. La voluntad fue una noche donde los plásticos fueron de quita, en la que el frío bajó de los 0º (un hermano del El Prendimiento confesaba al descanso que lleva cuatro o cinco camisetas de la Carrera del Pavo bajo la túnica) y la lluvia era débil pero recurrente. Hubo mermas en las filas, claro, pero no tantas ni tan pronto como se esperaba. Y en las aceras tampoco se alcanzaron las mejores cifras, pero estuvieron bien nutridas en varios puntos clave, aunque flojeasen por Carretería.
La voluntad divina y humana fue también una noche de recuerdo y esfuerzo, de belleza, de espiritualidad derramada. Del primer Miserere en San Felipe Neri, que ya iba tocando. De las primeras tulipas centelleando como una manifestación de luciérnagas. De los banceros trazando imposibles coreografías en la Audiencia mientras su corazón latía con marchas como ‘Triana’, ‘La Quinta Angustia’ y ‘Costalero’. Un pentagrama urbano donde las notas a veces se confundían y a veces se fusionaban.
El agua se derramó nutriendo Huécar y Júcar, que fueron Ganges, Nilo, Jordán y todos los ríos sagrados para trasvasar el hídrico alimento a los campos aledaños de Getsemaní, que no querían quedarse en barbecho otro año.
Rindió tributo San Pedro a los caídos en el monumento de la Plaza de la Hispanidad (Marco contra Marco, profano y sagrado, siempre genio, siempre humano) y su Saeta no solo fue señuelo de multitudes, sino lírica entrega enamorada.
Contra los pronósticos, audaces y arriesgados, el camino de cada hermandad se fue terminando sin faltar a sus ritos, a sus guiños, a sus bailes y miradas. Más tarde que de costumbre por el parón sufrido, ya entrada la madrugada en todos los casos. El Huerto, primero, sobre las 1:30 horas. La Amargura con San Juan Apóstol desprendió de plásticos a sus cotitulares por la Puerta de Valencia para mostrar su visión sin codificar a los incombustibles que resistieron con ellos pasadas las tres de la mañana, un ejemplo de Fe y vigor. También se prolongó hasta esos extremos, un poco más, el fin del trayecto Ecce Homo, del Señor de un Miércoles Santo que empapará la memoria colectiva e individual de los nazarenos de Cuenca.
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