José Luis Borja Chavarrías / Christian Borja Campos

”De una familia de seis hermanos, tan solo dos consiguieron salvar la vida”. Este es uno de los impactantes testimonios acerca de la devastación del cólera en la comarca de la Manchuela conquense que han conseguido llegar hasta nuestros días.

A lo largo del siglo XIX, esta enfermedad procedente de Asia logró poner en jaque al continente europeo y a otras partes del mundo. En total, se calcula que en España desencadenó unas 800.000 muertes. En la provincia de Cuenca se vivieron episodios desoladores cuyo mal recuerdo ha permanecido intacto generación tras generación. Por primera vez salen a la luz.

Una enfermedad llamada cólera

Incomprensión, dolor, soledad, incertidumbre… Dos mil veinte quedará para siempre en nuestra memoria como el año de la llegada al continente europeo de la COVID-19 y de sus inesperadas consecuencias. Como es sabido, las cifras oficiales apuntan que desde el inicio de la pandemia, la provincia de Cuenca ha registrado 9.582 casos de contagio y 402 fallecimientos.

No era la primera vez, sin embargo, que una emergencia sanitaria de dimensiones exorbitantes alteraba el destino de miles de vidas para siempre. Sucedió, por ejemplo, en el siglo XX con la mal llamada gripe española —la mayoría de los estudiosos sostiene que los primeros casos se produjeron en Kansas, Estados Unidos, a principios de marzo de 1918)—, que afectó a ocho millones de personas en España, en su mayoría varones de entre veinte y cincuenta años, sesgando alrededor de 300.000 vidas.

A este respecto, según destaca el profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha Alberto González García en su tesis doctoral La epidemia de gripe de 1918-1920 en la provincia de Cuenca, la enfermedad castigó especialmente a la capital debido a su superioridad de habitantes, aunque también perjudicó de forma considerable a otros municipios como Villaverde y Pasaconsol, Valdemeca, El Provencio o Casasimarro, durante la segunda oleada, y a La Ventosa, Zarza de Tajo o Buendía, durante la tercera. En medio del caos, un artículo del diario El Sol publicadoel 26 de octubre de 1918 señalaba que más de 150 pueblos se encontraban invadidos. Para enero de 1919, el mismo periódico recogía que en localidades como Motilla del Palancar o Gascueña el número de personas enfermas se cifraba en torno a las 800. Como apuntaba una de las firmas del periódico, la carencia de medicamentos y alimentos agravó la situación durante aquellos complicados meses.

Ya incluso entonces, en aquellos años fatídicos, las personas que padecieron esta enfermedad no eran ajenas a los desastres producidos por las afecciones bacteriológicas. En la mente de muchos sobrevivientes todavía permanecía intacto el recuerdo del sufrimiento que tanto ellos como sus seres queridos habían padecido a causa de otra devastadora epidemia que se había expandido a lo largo del siglo anterior: el cólera. Una afección intestinal aguda procedente de India cuyas causas de transmisión permanecerían ocultas durante años, lo que sin duda contribuiría a su propagación.

Tal y como señalan diversos especialistas en la materia, el cólera no tardaría en revelarse como una “enfermedad social”, en el sentido de que puso en evidencia las desigualdades de la población al atacar con gran virulencia a las personas de escasos recursos, quienes generalmente vivían hacinadas en zonas donde las aguas fecales se mezclaban con las de beber; espacios, por lo tanto, carentes de servicios fundamentales para la salud, como agua corriente, alcantarillado y control alimentario. Asimismo, en las zonas rurales, el cólera logró transmitirse a causa de los deshechos, tanto de animales como humanos, así como por la convivencia con el ganado equino y los insectos en épocas de cosecha.

El pánico que el cólera generó también contribuyó a su rápida expansión. Como afirma el escritor estadounidense Jack London en su novela La peste escarlata (1912): “En la época del antiguo cólera asiático, comía uno con un amigo pletórico de salud y a la mañana siguiente veía pasar su entierro por delante de la ventana”. Así sucedía, en efecto, con las personas enfermas de la bacteria Vidrio cholerae. Sin esperarlo, sus allegados veían con impotencia como de la noche a la mañana estas personas, antes sanas, experimentaban persistentes diarreas, dolores estomacales, calambres musculares y vómitos que finalmente desembocaban en la deshidratación del cuerpo, provocando la muerte en cuestión de horas o escasos días.

Las causas que motivaban su transmisión tardarían mucho tiempo en conocerse y asimilarse, lo que motivó que una parte de la población buscara el restablecimiento de la salud mediante la celebración de actos litúrgicos. Allí donde la ciencia todavía no era capaz de llegar imperaba la necesidad de llevar a cabo una huida rápida y lejana, como aconsejaba la locución latina Cito, longe fugeas, tarde redeas, tan usada en tiempos de enfermedad pandémica en Cuenca y otras localizaciones. Ante esta imposibilidad, las autoridades recomendaban medidas de protección que iban desde confinamientos hasta el empleo de sustancias como la cal o el azufre o la quema de maderas y hierbas aromáticas, las cuales, huelga decirlo, terminarían por resultar ineficaces. Mientras todo esto sucedía, los científicos empezaron a estudiar las particularidades de la enfermedad para poder enfrentarse a ella.

Un recorrido por la historia

Resulta importante destacar que los occidentales documentaron por primera vez el cólera tres siglos antes de que comenzara a expandirse por Europa; concretamente, en el año 1503, poco después de que el explorador Vasco de Gama llegara a Calcuta. Sin embargo, no sería hasta 1817 cuando la enfermedad empezaría a traspasar las fronteras indias, llegando en una segunda oleada a Europa. En 1831 apareció en Polonia, que entonces libraba un enfrentamiento militar con Rusia. Precisamente fue la emigración de los soldados polacos hacia el oeste lo que permitió su traslado al resto del continente. Así, tras su paso por Reino Unido, Francia y Portugal, entró en España en enero de 1833, dando inicio a la primera de una serie pandemias que castigarían a la población en las décadas sucesivas. Este primer brote terminó con la vida de unas 300.000 personas, registrándose un mayor número de decesos en Andalucía durante el verano, afectando también a otros lugares como Cuenca y Guadalajara.

Sin embargo, de estas oleadas, la que más daños psicológicos provocó entre la población fue la segunda. Fue tal el pánico  que generó que su periodo de transmisión acabaría siendo identificado como “los años del cólera” (1854 y 1855), a pesar de que como es sabido las infecciones continuaron produciéndose hasta finales de siglo. Al igual que sucedió con la primera, esta segunda oleada entró a través del puerto de Vigo, en Galicia, aunque otro ramal logró extenderse por la zona mediterránea desde Barcelona procedente de Marsella, como puedes leerse en el estudio Requena y su comarca en los tiempos del cólera: una sociedad frente a la enfermedad de Ignacio Latorre Zacarés, donde el historiador documenta las graves consecuencias que la mayor parte de las epidemias de cólera provocaron la enfermedad en este territorio, hoy perteneciente a Valencia “cuyas tasas de mortalidad fueron mucho más elevadas que en el resto de la provincia y que en España”, como señala el experto. Siguiendo con este mismo trabajo, resulta curioso comprobar cómo algunos vecinos y vecinas del municipio de Venta del Moro relacionaron el aumento de las invasiones y fallecimientos con la presencia de la luna llena; como si de alguna forma el satélite fuera responsable de la enfermedad.

En total, la segunda oleada provocó más de 200.000 muertes en todo el territorio nacional. En el caso de la provincia de Cuenca, el Dr. Nicasio Landa señala en sus estudios médicos sobre las epidemias de cólera de 1854-1855, que la intensidad de la enfermedad provocó 229 fallecimientos por cada 1000 habitantes. Además, otros documentos señalan que una de las localidades más afectadas fue la de Mira, donde se registraron 200 defunciones a principios de julio de 1855. Según la documentación que ha llegado a nuestros días, a raíz de aquello el terror que se desató en la comarca fue tan desmedido que los municipios limítrofes interrumpieron cualquier comunicación con la villa.

Trasladándonos unos 50 kilómetros hacia el suroeste, un registro en los archivos de defunciones de la iglesia de Villalpardo encomendado a su párroco, Mario Valverde Martínez, permitió conocer a los autores del presente reportaje que durante los meses de verano de 1855 fallecieron en esta última localidad más de 70 personas, de las cuales 43 fueron consideradas víctimas del cólera morbo, entre ellas cerca de 15 niños y niñas. Un número bastante desmesurado si se tiene en cuenta que, haciendo una comparativa con la temporada estival anterior, la de 1854, se puede comprobar cómo entonces se produjeron 18 decesos.

Las penurias en Villalpardo no terminaron entonces. Trece años después, en 1868, el municipio también fue víctima de una epidemia de tifus que provocó 38 fallecimientos en una población que rondaba los 400 habitantes. Entre las personas que perdieron la vida se encontraba su párroco, José Rafael de la Plaza, cuyo funeral fue oficiado por el sacerdote de la iglesia parroquial de Minglanilla, Canuto Malabia, como así consta en el citado archivo de defunciones de la parroquia.                                                                                                                                                                                                                                                                                                

Volviendo a la segunda oleada del cólera, en otras localidades como Motilla del Palancar, que ya había sufrido la primera, hay constancia de que en solo cuatro días se produjeron alrededor de 200 contagios, entre ellos los de su regidor, que acabaría sucumbiendo a la enfermedad, y las del juez y su esposa, que en ambos casos consiguieron salvar la vida. Asimismo, las fuentes consultadas destacan que, debido a la imposibilidad del médico para atender al gran número de personas afectadas, las autoridades decidieron solicitar con urgencia la intervención de más especialistas y media docena de Hermanas de la Caridad, lo que permite intuir la desesperación que debió vivirse en el municipio durante aquellos días.

Una situación parecida se vivió en Minglanilla. Las actas plenarias consultadas por estos autores reflejan que la bacteria hizo enfermar al alcalde, al secretario del Ayuntamiento, al procurador síndico y a cuatro concejales, dos de los cuales no lograron resistir sus dolorosos efectos. Fuera del consistorio, la enfermedad alcanzó a los dos médicos y al cirujano de la villa, así como a una importante cantidad de habitantes. Aunque en la presente investigación no ha sido posible hallar hasta el momento el número exacto de las personas que padecieron la enfermedad, se estima que este debió de ser muy elevado a razón de los testimonios y la documentación que han llegado hasta nuestros días. Sirva de ejemplo el siguiente episodio que aparece reflejado en una de las actas plenarias de 1856. Sucedió que a mediados de enero, varios agentes de la Guardia Civil se personaron en el Ayuntamiento para solicitar nuevos uniformes, dado que las indumentarias que llevaban utilizando desde hacía tiempo se encontraban en mal estado. Para su asombro, la respuesta por parte del consistorio fue que resultaba “totalmente imposible” para la población asumir el coste de un solo uniforme a causa de la pandemia que habían sufrido. “Las personas no han podido encargarse de los animales ni de los campos, por lo que no hay dinero”, puede leerse entre los párrafos.

En cuanto a la información testimonial, todo parece indicar que la incapacidad de asistencia médica hizo que se vivieran episodios tan trágicos como los que sucedieron en la conocida como Huerta del Tío Juan Manuel, perteneciente al término de Minglanilla, donde la bacteria golpeó a una familia de hortelanos compuesta por seis hermanos, de los que tan solo dos pudieron resistirla, tal y como señala Luis Nuévalos Borja, quien escuchó este suceso por parte de sus antepasados.

Los contagios y las muertes se producían en breves periodos de tiempo, prácticamente de un día para otro, sin que los familiares de las personas afectadas pudieran hacer nada para evitarlo. Era entonces cuando sobrevenía la inseguridad y el miedo. Para tratar de acallarlo, las autoridades de Minglanilla optaron por sustituir el tañido lúgubre de las campanas de la iglesia parroquial por un llamamiento más discreto que consistía en la colocación, por parte de los vecinos y vecinas, de una o varias sillas frente a las puertas de las viviendas según el número de personas que había fallecido en cada domicilio. Una escena que es descrita de esta manera tan gráfica por parte de Carmen García Palomares, residente en la localidad, y por otros habitantes que escucharon estos acontecimientos de sus mayores.

Con el avance del verano, la situación en esta localidad se complicó de tal manera que la corporación municipal acordó interrumpir las sesiones plenarias hasta que la enfermedad quedara controlada. Lo mismo decidió el párroco respecto a los actos litúrgicos, lo que propició que las víctimas fueran trasladadas de sus casas a la entrada del cementerio municipal, entonces ubicado en lo alto de la villa, donde debían permanecer al menos 24 horas hasta que se realizaran los enterramientos. Según se ha transmitido de generación en generación, la precipitación por temor a nuevas infecciones dio lugar a casos de diagnóstico erróneo en los que varias personas, tras despertar sobresaltadas en el interior de los ataúdes, hacían rodar las cajas calle abajo con el propósito de abandonarlas. En aquellos casos en los que las inhumaciones se hacían efectivos, que eran la mayoría, las autoridades recomendaban excavar profundas zanjas de tierra, que una vez ocupadas se cubrían de cal y agua.

Por su parte, en la localidad de Villalpardo también hay constancia de sucesos similares. Quien habla de ello es su exalcalde Julián Moreno Ponce, que refiere que, según la memoria de su abuela, a las personas que fallecían por cólera se las trasladaba igualmente a un enclave apartado del municipio hasta que, una vez transcurrido el plazo determinado, se procedía a los enterramientos. Sin embargo, y al igual que sucedía en Minglanilla, el antiguo regidor recuerda haber escuchado a su familiar explicarle que durante ese tiempo, algunas de las víctimas volvían a tomar consciencia de sí mismas y conseguían desocupar los féretros por sus propios medios, como más tarde descubría el propio sepulturero al llegar al lugar de los hechos.

Las tres últimas oleadas

La tercera oleada de cólera entró a España desde el puerto de Valencia en 1865 y afectó de forma considerable a provincias como la propia Valencia, Albacete, Palma de Mallorca, Gerona, León, Huesca y Teruel. Lejos de suponer el fin, veinte años después la pesadilla volvió a repetirse después de que el vapor Buenaventuraatracara en el puerto de Alicante en 1884. Seguidamente, la enfermedad se extendió velozmente por todo el sistema ibérico, afectando a Valencia, Cuenca y Teruel, entre otros territorios. En total, los registros indican que este nuevo brote hizo enfermar a 335.986 personas y provocó 119.493 fallecimientos a nivel nacional, 10.000 de estos tan solo en la provincia de Cuenca, lo que representa cerca de un 35% de su población.

El cólera regresó así a la Manchuela conquense en el verano de 1885, propiciando situaciones extremas como las que se vivieron nuevamente en localidades como Motilla del Palancar, entonces con una población de 2.730 habitantes. Como recoge la escritora Belén López Navarro a partir de la documentación extraída del Partido Judicial de Motilla, la enfermedad afectó a 565 vecinos y vecinas y terminó con la vida de 168 a lo largo de 45 días. Otras localidades afectadas fueron Casasimarro (1910 habitantes), donde la bacteria hizo enfermar a 210 personas y acabó con 66 en apenas veintiséis días; o Minglanilla (2.302), donde la epidemia invadió a 37 y mató a 34 entre el 5 de julio y el 29 de agosto, como también aparece registrado en los estudios realizados por el doctor Philip Hauser. Unas cifras que, si bien no coinciden con la información recogida en el Registro Civil de Minglanilla, cuyas anotaciones reflejan que entre el 27 de mayo y el 21 de septiembre de 1885 se produjeron un total de 37 fallecimientos, 26 por gastroenteritis y 11 por cólera, su comparativa con las cifras del verano siguiente, en el que murieron 17 personas entre el 24 de junio y el 21 de septiembre, permite sospechar que el número de víctimas por cólera en Minglanilla fue superior, tal y como se indica desde el Partido Judicial de Motilla y en los documentos del Dr. Hauser, cuyas páginas también señalan que en Cuenca capital (7.935 habitantes), llegaron a producirse 403 fallecimientos: 92 en junio, 278 en agosto y 33 en septiembre.

Siguiendo con los datos extraídos del Partido Judicial de Motilla del Palancar, vemos que, por su larga duración, destaca lo acontecido en localidades como Quintanar del Rey, entre cuya población (2.417) se registraron 493 invasiones y 184 fallecimientos, mientras que en Barchín del Hoyo (469 habitantes), el cólera afectó a 70 personas y terminó con la vida de 30 en tan solo 21 días. Asimismo, otros municipios de esta misma zona que se vieron alcanzados fueron Villanueva de la Jara (57 invadidos y 38 fallecidos) y Graja de Iniesta (23 invadidos y 14 fallecimientos; si bien los datos del Registro Civil aportados por Consuelo García Mata, secretaria de este Ayuntamiento, reflejan 12 muertes a lo largo del año, con un solo “caso sospechoso de enfermedad epidémica”). Por otro lado, las localidades de Alarcón, Almodóvar del Pinar, Buenache de Alarcón, Castillejo de Iniesta, La Pesquera y Tébar registraron una incidencia más débil.

Entre las medidas preventivas que se pusieron en marcha durante aquel verano de 1885 destacan, la desinfección de locales o casas con productos provistos de ácido fénico y cloruro de cal o azufre, y el blanqueamiento de las fachadas y techos de las viviendas, limpieza del mobiliario con agua en estado de ebullición —con el propósito de eliminar las miasmas surgidas con la enfermedad—, reconocimientos médicos a los viajeros, así como la adecuación de espacios para tratar los casos diagnosticados, inspección de los mercados y prohibición del tránsito de los perros sin bozal por la vía pública.

Por su parte, las personas con creencias religiosas continuaron llevando a cabo ofrecimientos espirituales como la petición de auxilio que los vecinos y vecinas de Motilla del Palancar hicieron a su patrona, la Inmaculada Concepción, al cubrir parte de la torre de la iglesia con el manto de la imagen, mientras que en Minglanilla, donde además de a la salud la epidemia volvió a afectar a la economía —las actas plenarias de ese año indican que en los meses de julio y agosto no fue posible realizarse el cobro de la contribución—, se celebró una novena a San José en auxilio de las personas afectadas. Además, en esta misma localidad, a principios del siglo XX se procedió a crear un mosaico de cerámica en homenaje a su patrona, la Virgen de la Piedad, más conocida entre sus vecinos y vecinas como la Virgen de Agosto. Una muestra de gratitud que durante años pudo visitarse a la entrada del municipio y que hoy se encuentra desaparecida.

Antigua figura de la Virgen de la Piedad de Minglanilla, posteriormente destruida, a quienes los vecinos y vecinas de la localidad pidieron que les protegiera de la enfermedad.

Con el paso de los años las medidas higiénico-sanitarias fueron haciéndose cada vez más estrictas. Así sucedió durante el brote de 1890, que aunque más limitado que los anteriores, llegó a terminar con la vida de unas 4.000 personas. En este caso, entrado el mes de junio, las actas plenarias de Minglanilla recogen como medida de prevención la necesidad de acondicionar la ermita de Santa Bárbara, situada a varios kilómetros del pueblo, y de disponer de agentes para llevar a cabo los reconocimientos, desinfecciones y fumigaciones que resultaran necesarias, dada la situación de la villa como “puerta de Valencia, que abre el camino de Cuenca a Madrid y Albacete” y su cercanía con la localidad de Utiel, cuyos vecinos estaban siendo víctimas de la enfermedad. De esta manera, como sostiene Azucena Malabia, vecina de Minglanilla, las autoridades determinaron el establecimiento de dos controles de seguridad: uno situado en la denominada Carretera de las Cabrillas, ubicada en el Puerto de Contreras, y el otro en una de las entradas del municipio, donde existía una estación sanitaria —conocida popularmente como fielato— donde las personas encargadas de la vigilancia apremiaban a los viajeros a caminar por un espacio cubierto de cal que posteriormente se fumigaba con azufre. Unas retenciones que, según señala la citada vecina, podían extenderse a lo largo de varios días.

Consecuencias de la enfermedad

En torno a la segunda oleada del cólera en España (1854 y 1855), la ciencia empezó a comprender la forma en que enfermedad se estaba transmitiendo entre la población. Esto fue posible gracias en parte a la celebración de un conjunto de conferencias sanitarias en las que, a pesar de los desacuerdos entre las delegaciones que participaron, se buscó el establecimiento de estándares procedimentales que terminarían resultando beneficiosos para los países industrializados.

Se supo, entre otras evidencias, que la enfermedad se transmitía por la ingesta de agua o de alimentos contaminados, de ahí que los gobiernos empezaran a poner en marcha políticas de higienización que permitieron la mejora —o en muchos casos la creación— de redes de abastecimiento de agua y los sistemas el alcantarillado. No solo eso. Estos encuentros internacionales también contribuyeron a que las autoridades pudieran controlar los focos de transmisión gracias al perfeccionamiento de las medidas de identificación, para lo cual se implantaron los pasaportes sanitarios, facturas de salud y otros documentos que rastreaban los recorridos que realizaban las personas que viajaban de un lugar a otro.

En todos estos avances participaron célebres especialistas como los doctores Robert Koch, Adrien Proust, Louis Pasteur o el catalán Jaime Ferrán y Clúa, quien sería el descubridor de la primera vacuna en 1884. Unos meses más tarde, tras la llegada de la enfermedad a la provincia de Valencia, el médico llevaría a cabo varias campañas de vacunación que obtendrían excelentes resultados.

No obstante, a pesar del tiempo transcurrido, es importante tener en consideración que el cólera continúa siendo una realidad en todo el mundo. Así lo destaca la Organización Mundial de la Salud (OMS), cuyos datos revelan que actualmente existen entre 1,3 y cuatro millones de contagios y entre 21.000 y 143.000 fallecimientos. En las manos de las autoridades está, por lo tanto, crear soluciones globales que permitan erradicar las enfermedades bacteriológicas en el mayor número de lugares posibles, no solo en las zonas desarrolladas, como sucedió con el cólera. También es necesario que las sociedades permanezcan en situación de alerta, pues, como ha puesto en evidencia la COVID-19, y afirma el novelista Albert Camus, “pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”.

Sirva esta investigación de homenaje a todas las personas que han sido víctimas de las pandemias que han asolado el mundo a lo largo de nuestra historia.