Nublar un acierto con un error: un Hospital demasiado lejano y mal comunicado

Luis P. Martínez

El otro día fue por primera vez al nuevo hospital de Cuenca. No tenía prueba, consulta o análisis algunos pero me acerqué para hacerle un favor a un vecino -un vecino de esos que son casi de la familia- que tenía que sacarse sangre y no tenía manera razonable de ir, ya que hace años que no conduce. Fui con ilusión contenida. Después de tantos años de promesas, retrasos y titulares, era casi un deber acercarse a ver lo que, según dicen, marcará un antes y un después para la sanidad conquense. Pero bastó el trayecto para que la ilusión se trocara en una vieja sensación conocida: la de estar llegando, otra vez, demasiado lejos.

Porque antes de entrar al hospital uno ya intuye el error. No por el edificio —que es moderno, luminoso y parece funcional más allá de algunas aglomeraciones de pacientes—, sino por su emplazamiento. Un hospital que debería ser de todos se ha levantado en un lugar al que cuesta llegar, como si la salud pública necesitara aire de periferia. El Terminillo no está en Cuenca: está desde Cuenca. Es una frontera invisible entre la ciudad y su propio futuro. Como nublar un acierto con un error.

Dicen que hay autobuses. Y los hay, claro: pocos, insuficientes, dependientes de un Ayuntamiento que no tiene medios para sostener lo que en su momento no decidió. 40 minutos entre semana, 60 los fines de semana y una única ruta que deja de lado muchos barrios. Porque fueron la Junta y la Diputación, entonces gobernadas como ahora por el PSOE, quienes eligieron levantar el hospital allí en contra de las opciones más cercanas que planteaban el entonces alcalde, el médico Francisco Pulido (PP) y su equipo. Y ahora es un Consistorio socialista el que tiene que pagar el precio en kilómetros y kilowatios, como les tocará a hacer a todos los que vengan, sean del signo que sean. Aunque los que de verdad lo pagamos y los pagaremos seremos los ciudadanos, votemos a quien votemos, aunque sea unas veces a unos, otras a otros y otras, a ninguno. Y, ojo, esto no es arqueología o pura hemeroteca: algunos responsables o defensores de la decisión siguen en la política activa.

En cualquier otra ciudad que piensa en el futuro, un hospital se integra en la vida urbana; aquí, la ciudad debe hacer malabares para llegar hasta él. Pondrán lanzaderas, dicen, pagadas de la Junta desde la Estación del AVE al propio Hospital para que médicos, enfermeros y otros sanitarios ‘temporeros’ de ida y vuelta de Albacete, Valencia y Madrid lleguen sin las incomodidades, gastos y retrasos que sí soportarán los profesionales que han elegido vivir en la ciudad y los propios pacientes y acompañantes.

Porque ir al hospital ya no es un paseo: es una excursión que exige casi echar merienda si no tienes que ir en ayunas. Antes bastaba con cruzar unas calles, acompañar a un familiar andando, volver a pie al trabajo o a casa. O usar varias de autobús que prestaban servicio a más zonas de la ciudad. Hoy hay que mirar horarios de autobuses, calcular esperas, rogar que no llueva o que no se escape la última línea. O pedir un favor a un vecino, a un hijo o a un sobrino (si se tiene aquí porque no ha emigrado) para que te lleve. No quiero imaginar qué pasará por la noche con desplazamientos que no sean emergencias para pedir una ambulancia con gente mayor y sola. Cuenca ha perdido algo más que tiempo: ha perdido la posibilidad de vivir su hospital a escala humana.

Y mientras tanto, los taxis siguen siendo los mismos. Las licencias no aumentan a pesar de la apertura. No hay un plan de movilidad específico, ni previsión suficiente, ni una respuesta a la pregunta que todos se hacen: ¿Cómo se llega al hospital sin coche?. Eso sí, hay un carril bici.

El resultado es el de siempre: una obra brillante sobre el papel que se oscurece en la práctica. Un hospital que promete ser modelo sanitario y termina siendo símbolo de desconexión. Cuenca, una vez más, hace las cosas a medias. ¿No hemos aprendido nada del error mayúsculo de la ubicación de la Estación del AVE?

Lo peor es que nadie se da por aludido. Los responsables regionales hablan de éxito, los locales sonríen resignados, y los ciudadanos hacemos lo de siempre: adaptarnos. Porque en Cuenca ya nos hemos acostumbrado a recibir tarde y lejos. Nos dan el hospital, sí, pero fuera de la ciudad; como si nos concedieran un favor en la distancia.

Y así, el nuevo hospital se convierte en metáfora: un edificio que cura cuerpos, pero recuerda cada día que hay heridas territoriales que siguen abiertas. La de una ciudad a la que le cuesta que la miren de frente. La de un Ayuntamiento que asume costes que no le corresponden. La de un sistema que confunde progreso con periferia.

Cuenca necesitaba un hospital cercano, no solo en lo sanitario, sino en lo simbólico: un lugar que nos uniera, no que nos alejara. Lo que se ha levantado es un monumento a la descoordinación, un hospital moderno al que cuesta llegar y del que costará aún más salir si seguimos aceptando, con silenciosa docilidad, que los errores de los poderosos se conviertan en la rutina de todos.