F. Javier Moya del Pozo
No hay familia sin amor
no hay amor si no hay recuerdo;
todo está en mi corazón:
Aquí guardo y nada pierdo.
Diversos son los elementos que me llevan de nuevo a esta columna: la levedad del cuerpo que aún sostenía a mi tía Maria Luisa, quien hasta el último instante mostró idéntica fortaleza y carácter al de María de Molina, reina que dio nombre al Colegio Menor donde tantos años fue educadora; el aniversario de bodas de mis padres en estas fechas ( quienes lo estarán celebrando allí donde la entrega a los hijos y la valentía ante las dificultades es recompensado) así como la siempre enriquecedora conversación con Jose Miguel Carretero, maestro en tantas cosas y leal amigo en cualquier circunstancia.
Es imposible hablar con Jose Miguel sin hacerlo sobre Cuenca ( la que fue y la que pudo haber sido); sobre la historia y destino de sus moradores en épocas anteriores, que tan bien conoce y sobre la que se prodiga mucho menos de lo que querríamos sus lectores; y sobre aquéllos familiares y amigos cuya ancianidad o enfermedad hacen surgir en nosotros un dolor lacerante, permanente y devastador.
Se nos antoja difícil de asimilar que aquéllos que van perdiendo facultades, vencidos ante una senectud que se apodera del cuerpo pero, sobre todo, de su mente, sean los mismos con los que compartíamos bocadillos y paseos en los pinares de Cuenca; o que la anciana que ahora apenas recuerda su nombre fuera la misma atareada y jovial madre que nos tapaba cada noche, después de un breve rezo. No obstante, entiendo que debemos esforzarnos en mantener firmemente la voluntad de verlas tan sólo con los ojos de la generosidad y del agradecimiento, y no de la angustia por su deterioro, porque, cuando esto último nos sucede, el tiempo se convierte en vencedor en una batalla donde consigue arrebatarnos todo aquello tan mágico que vivimos a su lado.
Efectivamente, hay dolor; pero éste no debe ser más poderoso que el amor que supieron aquéllos compartir con nosotros; y jamás debemos consentir que el afecto que nos han dado tan generosamente, a pesar de nuestros olvidos, nuestros errores y nuestros egoísmos se transforme en una terrible apatía hacia las mínimas ilusiones cotidianas; una apatía que se apodera poco a poco del anciano, sin apenas darse cuenta; y que va ensombreciendo sus días y su memoria; y que se agiganta cuando cada jornada es vivida en una absoluta soledad.
Es difícil, pero hemos de encontrar en nosotros mismos la fuerza y la actitud para transmitirles la ilusión de esperar, en las noches de insomnio y de sufrimiento, la luz de cada mañana: basta con nuestro afecto y la expresión de nuestro agradecimiento; por lo que nos dieron, y lo que siguen ofreciéndonos cada día.