J. Alberto Torrijos Regidor; ingeniero de caminos.
Con fecha de 6/11/2024, poco después del desastre de la DANA que arrasó Valencia, apareció un artículo en El Mundo titulado “Ingenieros vs. Ecologistas: La guerra del agua que viene”.
Una idea previa sobre ese título: “si ser ecologista equivale a desear una naturaleza limpia y abundante en vida positiva (la hay negativa), todos los humanos somos ecologistas”. Ese deseo, se muestra en diversos trabajos académicos, se puede extender a culturas distintas a la nuestra, geográficamente alejadas, y es históricamente anterior a la existencia de los hoy denominados ecologistas; ello hace pensar que ese deseo con respecto al medio ambiente está grabado en nuestro genoma y se puede afirmar que la naturaleza es materia sensible para los humanos.
Entrando en el artículo, representantes de asociaciones del ecologismo establecían la causa del desastre causado por la DANA en Valencia el 29 de octubre con las siguientes palabras: “la ausencia de la huerta”; durante milenios, la tierra, al sur de la cuidad, fue una llanura fluvial que absorbió el agua de las crecidas y la aprovechó para dar hasta tres cosechas al año; las huertas fueron un tesoro medioambiental y productivo, pero hace mucho que fueron sustituidas por suburbios, polígonos industriales y autopistas”. Es decir, vienen a decir que el ser humano es culpable de lo ocurrido ya que ha destruido la huerta salvadora y, en su lugar, ha puesto suburbios, polígonos industriales, autopistas y cosas de ese tipo.
La justificación del desastre que aportan los ecologistas no debe extrañar. Es un argumento usado desde hace siglos por aquellos que quieren ostentar o influir en el poder. El trasfondo de ese argumento incluye dos elementos que hacen mella en la sensibilidad humana: la culpabilidad y el miedo. Vienen a decir que nos hemos portado mal implantando nuestras construcciones e infraestructuras en el medio natural (en este caso el de la huerta valenciana) y por ello ha venido el desastre, con ruina económica y muerte incluidas; esos males no hubieran ocurrido si hubiésemos seguido sus preceptos.
La información historiográfica disponible y fácilmente accesible desmonta el argumento ecologista. Hay registradas inundaciones catastróficas en la huerta valenciana con cientos de muertos y grandes pérdidas materiales desde hace cientos de años, cuando no existían polígonos industriales ni autopistas. Tanto es así que en el año 1982, el entonces alcalde de la Ciudad del Turia inauguró un monumento en recuerdo de las “innumerables personas” que habían perecido víctimas de las riadas “a lo largo de todos los tiempos”.
Teniendo en cuenta lo anterior, a alguien puede sorprenderle la falta de rigor de los ecologistas; sin embargo, el argumento que usan está en la línea de lo que la historia contemporánea denomina “ecologismo político” para distinguirlo de otro ecologismo que se dio en España en los años 70 y 80, que se puede calificar con los adjetivos de espontáneo, popular y local y que se materializó a través de asociaciones que querían resolver algún problema concreto (limpieza de las aguas de un determinado río, protección del urogallo o del buitre, … etc.), hubo muchas asociaciones de este tipo, se estima un número próximo al millar, que terminaron desapareciendo. Por el contrario, el ecologismo político es otra cosa; ha estado formado por políticos profesionales, mayormente procedentes de organizaciones de izquierda; su acción ha llevado el prefijo “anti”; ellos han sido “anti” de lo que otros han hecho, han pretendido o pretenden hacer (fueron anti-OTAN, antinucleares, eran y son antiembalses, anti-autopistas, anti-infraestructuras en general,…); su discurso ha sido moralista, catastrofista y propagandista con una oferta de ideas abstractas de tipo romántico que podrían quedar solo en reconfortantes si no se profundiza en ellas (por ejemplo, la idea de la recuperación de una naturaleza ultrajada por el hombre para conseguir “reintegrar la naturaleza en nuestras vidas” -piénsese en el contenido de la frase entrecomillada-, tal como textualmente se expone en el documento “Estrategia de la UE sobre la Biodiversidad de aquí a 2030”).
Ingenieros y ciudadanos con sentido común saben que si no se hubiesen realizado las obras de encauzamiento del Turia tras la DANA del 1957, que se llevó la vida de más de ochenta personas, hoy en el 2024 estaríamos hablando de un número mayor de muertos de los que ha habido tras la DANA del 2024. Ingenieros y ciudadanos con sentido común saben que si hubiesen existido más obras de infraestructura, tales como presas y encauzamientos, el número de muertos y pérdidas materiales producidas tras la DANA del 2024 hubiese sido considerablemente menor. Ingenieros y ciudadanos con sentido común saben que si no se acometen esas obras de infraestructura, se producirán nuevas tragedias en el futuro. Pues bien, si atendemos al contenido del Reglamento de la Unión Europea de Restauración de la Naturaleza de 24 de junio de 2024, en su Considerando número 4, nos indican cómo tenemos que protegernos frente a los desastres naturales con una rimbombante, pedante, intangible y romántica frase: mediante soluciones basadas en la naturaleza y/o enfoques basados en los ecosistemas en beneficio de todas las personas y la naturaleza; es decir, “sin infraestructuras” y esperando que una bondadosa naturaleza evite esas tragedias (cosa que nunca ha hecho en esas tierras). Por otra parte, ese Reglamento, en su celo de recuperación romántica de no se sabe realmente qué, impone en su artículo 9 la demolición de presas y otros obstáculos fluviales; esto lo hace de forma general, sin más, sin analizar el impacto ambiental de la demolición, de las que algunas obras tienen más de 100 años y son hoy un elemento de un ecosistema particular. Así, se puede decir que la legislación parida por la UE y adoptada por nosotros, pone obstáculos, no sé si insalvables, para afrontar el problema de las inundaciones en el Levante español.
En mi opinión, la influencia del ecologismo político en la legislación ambiental de la UE y, desgraciadamente, por inclusión, en la legislación, en la actividad administrativa y en la propia vida española, es tan grande como nefasta. Es difícil analizar cómo se ha producido esa influencia; desde luego esa influencia no se fraguó en dos días: se inició en los lejanos años 70, hace más de 50 años. Quizás seamos todos culpables por no haber tenido conciencia suficiente de las consecuencias de esa influencia o, habiéndola tenido, no haber sabido actuar con suficiente eficacia.