Las últimas pescaderías de Cuenca

Su jornada laboral arranca de madrugada. La ruta a Madrid o Valencia es diaria. Con el reciente cierre de La Dorada, tan solo dos pescadería sobreviven en Cuenca gracias al cuidado del producto y a una clientela fija

A las 7.00 horas levantan las persianas las últimas luchadoras del sector. Son el David en esta historia en la que Goliat lleva el nombre de grandes cadenas de supermercados. Continúan como en una especie de ‘Memento’ desde hace varias décadas, eso sí, con reinvención. Cruzar unas puertas por las que el olor a pescado traspasa, pero que hasta se llega a agradecer, es ese halo que deja patente una procedencia reciente, la de ser fresco. Adentrarse y conocer al resto de clientes que esperan, ‘pedir la vez’, conversar mientras le atienden, arrancar consejo del experto y recomendación. Es la esencia de los negocios de proximidad, los archipopularmente conocidos como ‘de barrio’ que cambian, se transforman o, en el caso de las pescaderías, tienen posible fecha de defunción, al menos, en Cuenca.

Tan solo dos sobreviven en la capital a la tempestad que arrasa con este modelo de negocio, que en no mucho tiempo tan solo podrá recordarse a través de material gráfico del siglo pasado e inicios del actual. La reciente bajada de persiana de la Pescadería La Dorada, en la calle Diego Jiménez el pasado 15 de junio ha hecho saltar las alarmas en un sector que ha lanzado un SOS durante la última década, y que para continuar ha tenido que experimentar otros formatos para hacer caja. “Hemos tenido que transformar el modelo de negocio con venta a restaurantes, colegios y el Hospital”, explica uno de los socios de Pescaderías Conquenses Viamar, José Ramón Viama, que junto a sus tres hermanos tomó el testigo de un negocio familiar que va camino de cumplir el medio siglo. 

Pescadería Viamar, en calle San Cosme

En concreto, son 42 años los que han transcurridos desde que sus progenitores levantasen por primera vez la persiana en la Fuente del Oro. Uno de los pocos barrios que todavía continúa fiel a estos negocios, pero que tampoco deja el suficiente fondo para sobrevivir.  “Las pequeñas tiendas no dan para aguantar el tirón, ya que la gente joven prefiere los centros comerciales”. Idéntica opinión le merece a Juan Carlos Martínez Sahuquillo, socio de Marshau, en la calle Colón. “La tendencia de la sociedad actual está marcada por los tiempos, vivimos con la inmediatez y el reloj en contra, así que se opta por los supermercados donde hacer la compra del tirón”.

Sin embargo, para el pescadero del céntrico establecimiento la única clave para aguantar se ciñe a “pelear muchísimo y contener el chaparrón”. Pese a sus lamentos sobre los elevados costes con los que cargan los autónomos y la constante subida de precios que intentan tensar para que no se reflejen en el mostrador, ha conseguido mantener a su clientela, la de toda la vida, la que comenzó con sus padres hace 20 años y que, ahora, se perpetúa en las nuevas generaciones, como es su caso y el de su hermano, con el que se encuentra mano a mano en el negocio.

A los hermanos Martínez Sahuquillo les viene de cuna. “Nos hemos criado detrás de un mostrador, en el pueblo mis padres tenían varias tiendas- Fueron mis abuelos los que comenzaron con el negocio de las pescaderías y, después tomó el testigo mi padre que, además, hacia reparto en Cuenca”.  De Campillo de Altobuey a la capital se dirigían dos veces a la semana para suministrar pescado a cerca de diez pescaderías. “Recuerdo unas ocho distribuidas por toda la ciudad más otras dos en el Mercado de Plaza España”, rememora este joven de 36 años que, si algo tiene claro entre todo el futuro opaco que rodea a este tipo de comercio, es que “aquí me jubilo”.  Una afirmación que se repite en la Fuente del Oro, aunque más que con rotundidad, como deseo. “Espero que esto dure unos 15 años más que son los que me quedan para jubilarme”, dice Juan Carlos Viama. ¿Y después, que será de sus negocios? ¿Continuarán las pescaderías de proximidad en Cuenca?  “Dependerá de las nuevas generaciones”, coinciden ambos, a la vez que siembran la duda en el horizonte. En el caso de Viamar lo dan por descartado, “aunque de todo puede pasar”. Para el socio de Marshau su intención versa sobre que sus vástagos “estudien”, pero todo dependerá de la opción que tomen y, quizá, opten por perpetuar el negocio familiar.

Pescadería Marshau

Tanto Juan Carlos como José Ramón tienen el ADN impregnado de oficio y son esas pescaderías tradiciones que han sobrevivido al empuje y competencia de supermercados, hipermercado y grandes superficies, con un enorme potencial de compra y distribución. No es extraño que las grandes cadenas pugnaran con las pescaderías de barrio por atrapar a sus clientes, pero tienen claro su factor diferencial que les permite seguir luchando: “La calidad de la materia prima”, coinciden. Un producto fresco y variado que, a la vez, es el factor diferencial que marca su jornada de trabajo, traducidos en viajes nocturnos para trasladarse a Mercamadrid o Mercavalencia, donde elegir el mejor producto. “No es lo mismo comprarlo por catálogo a estar in situ, ver y elegir el que más te gusta», explica el socio de Marshau en una rutinaria mañana, mientras se da un descanso detrás del mostrador. Apenas ha amanecido la ciudad para lo que llevan de jornada de trabajo ha sido, cuanto menos, frenética. La pescadería del centro es un ir y venir de compradores, la mayoría vecinos bien conocidos, que se saludan por sus nombres, conversan y entre los que no se puede establecer una media de edad, «las generaciones más jóvenes son nuestra esperanza», apunta Juan Carlos justo en el momento en el que accede otra conocida vecina a quien saluda y pregunta «si tiene pargo».

La estampa se repite al otro lado del río. En Viamar una parte del mostrador comienza a temblar cuando apenas roza el reloj las 10.00 horas. José Ramón y su hermano preparan pedidos de una forma vertiginosa, sin levantar la vista, pero sin perder la sonrisa. El negocio, de momento, «sale adelante». Al otro lado, su hermana atiende a los vecinos que esperan esa vez con descanso en sillas mientras las conversaciones giran en torno al cambio climatológico de la semana, «menudo calor», «esto no hay quien lo soporte».

Estas imágenes, estos rituales son la esencia más intrínseca y propia de unos negocios que han sobrevivido al paso del tiempo y que luchan por mantener firmes sus pilares. Implican, además, rutas casi diarias de ida y vuelta, preparación del mostrador y apertura de puertas cuando apenas lucen los primeros rayos del día. “Es sacrificado, pero muy satisfactorio, yo no la cambio”, confiesa Juan Carlos. No saldrá de la pescadería hasta las 4.00 horas. Ahora las tardes son libres, porque se han adaptado a la demanda del público. Al día siguiente, nuevo madrugón y a sobrevivir “a la paliza diaria”. Un mundo sacrificado, “mucho”, y que se suma como otro importante factor que pugna en contra de su supervivencia.