Miles de personas de mediana edad son el sostén silencioso del sistema de cuidados en España, una generación apellidada con el nombre propio ‘Sándwich’ porque han quedado atrapados entre el apoyo que deben prestar a sus hijos y el que deben prestar a sus padres. Esa misma generación llamada del baby boom es la que se ha hecho cargo de la herencia cultural del cuidado y se han convertido en hijos del deber que, en muchas ocasiones han cargado con tantas responsabilidades que han acabado por perderse a sí mismos.
Cuenca no es una excepción, si no una parte más del engranaje en la que la ‘Generación Sándwich’ cobra un protagonismo especial ante una población especialmente envejecida. Aunque cada historia cuenta con sus particularidades, todas tienen un trasfondo similar en el que el cuidador queda sepultado por sus obligaciones, se olvida de quién es, de lo que le gusta e incluso de cuidar de sí mismo y, una vez concluidos los cuidados queda con una profunda sensación de vacío en la que tiene que trabajar el duelo a la vez que se redescubre a sí mismo.

Primera fase: una decisión que no se determina, se siente
Existe un punto en el otoño, cuando las primeras hojas comienzan a caer y se prevé el cambio de estación, en el que el organismo percibe el cambio de manera paulatina y natural. Es algo similar a lo que describen Ana Martínez y Luz Caruda, las protagonistas que visibilizan esa generación del deber. Ambas reconocen como los síntomas fueron apareciendo poco a poco, como cuando los ocres tiñen las copas de los árboles de una manera tan silenciosa que apenas alcanza a percibirse. No hubo una conversación, una toma de decisiones, el hacerse cargo de sus padres fue una necesidad que afrontaron de manera natural.
En el caso de Ana el proceso comenzó tras un diagnóstico de Alzheimer en 2017. Su hija aún era una muy joven y en aquel momento todo lo sobrevino de golpe y lo que aparentemente eran olvidos por la edad de su madre tomaban nombre propio de enfermedad con la promesa del olvido acechando al futuro. Así, en un periodo muy corto de tiempo la vida de su madre, y con ella la de la propia Ana, se fue sumiendo en un deterioro «rápido y devastador».
Por su parte, Luz relata como sus padres han sido siempre su pilar fundamental, su gran apoyo por difícil que se haya presentado su vida. Ella habla de su madre con verdadera devoción y recuerda como estaba ayudándole a criar a sus hijos cuando estaba trabajando. Luz la describe como una mujer «enérgica y llena de vida» y señala que fue consciente del comienzo del declive cuando sus paseos diarios se hacían más costosos. Desde ese momento Luz, que compró su casa junto a la de sus padres, apunta que comenzó a pasar cada vez más horas con ellos porque la necesitaban, algo que fue in crescendo tras el diagnóstico de Alzheimer de su madre.
Segunda fase: cuando el cuidador deja de cuidar de sí mismo.
Una vez comienzan a pesar los años y los achaques de los padres y con la presencia de hijos necesitando a sus padres en el inicio de su propio camino, el cuidarse a sí mismos pasa a un segundo plano y el servicio a los demás se vuelve en una actividad 24 horas. Ana describe ese proceso como un momento «abrumador» en el que el darse a los demás acabó por «vampirizar» su vida a costa de perder prácticamente su propia identidad. Cuando tuvo que llevar a su madre a su propia casa porque era el único lugar en el que se sentía algo más tranquila, el agotamiento alcanzó niveles extremos. No dormía, perdió ocho kilos, vivía en alerta constante. Su madre tiraba objetos, intentaba saltar por las ventanas, se volvía agresiva a causa de la enfermedad y quien una vez había sido su refugio se diluía día a día tras los síntomas. Fue poniendo cerraduras, adaptando la casa, intentando sostener situaciones límite. Ella relata como el punto de no retorno llegó cuando llevaba un mes sin dormir por la noche y fue entonces cuando su gran apoyo, su marido y su hija, pusieron un freno a la situación del que ella no se sentía capaz y optaron por buscar ayuda profesional para que les apoyase a la hora de hacerse cargo de su madre. Ana cuenta como vivía con miedo por la agresividad derivada del Alzheimer, pero relata que el momento en que tuvo que llevar a su madre a una residencia porque sintió que cuidar iba a costarle su propia vida fue «el más duro» de su vida.

En el caso de Luz el desgaste fue una carrera de fondo, no tan repentino y agresivo, pero igual de agotador. Cada día acudía, aseaba a su madre, le daba de comer, le hacía tomar su medicación y volvía a casa exhausta. Aunque aquellos días fueron complicados y a Luz le tocó hacer malabares con el tiempo para dedicarse tanto a sus padres como a sus hijos, recuerda con cariño los espacios que la enfermedad le daba y como cada noche su madre le pedía que le diera dos toques al teléfono cuando estuviera dentro de su casa porque «a pesar de todo, una madre siempre es una madre», señala. A raíz de la pandemia la vida de Luz se complicó aún más. Sus hermanos no podían ayudarle en la carga porque uno vivía fuera de Cuenca y no le permitían acceder y la otra era maestra de primaria y temía por contagiar a sus padres, pacientes de riesgo por su edad. Dada la casualidad que Luz se había jubilado unos meses antes de que estallara la Covid-19, fue la piedra angular para sus padres en ese papel de «hija mayor» que señala en repetidas ocasiones.
Luz señala como las constantes caídas de su madre le hicieron acudir a diario corriendo «con lo primero que pillaba». Esas excursiones, fundamentalmente nocturnas, entre la preocupación y la carrera acabaron por dañar su cuerpo: «Me destrocé los pies por el calzado que me ponía corriendo y muchas veces sin calcetines y por todo el cuerpo me salieron unas marcas rojas que aún hoy conservo fruto del sobresfuerzo físico que suponía levantar y ayudar a mi madre», relata.
Tercera fase: del duelo al vacío
Cuando la ‘Generación Sándwich’ acaba de cuidar se debe, generalmente, a un duelo o una pérdida. El momento de pasar página no es voluntario al igual que no lo fue el inicio, viene sobrevenido por las circunstancias. Así, ambas mujeres tuvieron que pasar por la muerte para dejar de estar atrapadas en los cuidados, por lo que el fin de esta etapa no supuso ningún alivio para las dos, más bien todo lo contrario. Para Ana, la muerte de su madre dejó una ruptura emocional que aún siente que no ha conseguido resolver dos años después, como una especie de duelo perenne que queda prendido en el alma. Ella habla de una doble pérdida, una que empezó cuando le dieron el diagnóstico y otra cuando su madre falleció. Las llamadas constantes, los ingresos, el miedo… siguen resonando en ella dos años después cada vez que suena el teléfono.
Luz también vivió un final que la descolocó. De pasar cada día pendiente de sus padres, pasó a no tener esa responsabilidad, algo que coincidió en el tiempo con la marcha de sus hijos de casa, con lo que quedó la pregunta «y ahora, ¿qué hago?». Luz señala que tras haber fallecido sus padres ha empezado a cuidar de la única persona de la que jamás se había ocupado, de sí misma, aunque señala que la inercia del cuidado se convierte en un hábito que no desaparece de un día para otro. Cuando llega la tranquilidad también llena un vacío que los cuidadores tienen que llenar paulatinamente con todo ese espacio que se habían quitado a sí mismos, como Ana, que relata que ahora ha vuelto a realizar las actividades que le gustaban y a socializar con sus amigos.
Las historias de Ana y Luz revelan algo que se repite en miles de hogares. Cuando ese cuidado informal, invisible, recae sobre hombres y mujeres que quedan atrapados entre el deber con sus padres y sus hijos. Un deber que asumen y pagan con su salud, su descanso y sus emociones. Las dos hablan también del silencio que rodea a las cuidadoras. Ana dice que la figura del cuidador “está denostada”, que no se ve el sufrimiento físico y psicológico que acumula quien acompaña a un dependiente unido a ese trasfondo cultural de que los problemas, la decadencia y la dependencia se viven en casa, sin contarlo. Aunque sus testimonios son íntimos y personales, apuntan a una realidad mucho más amplia que no se basa en teorías ni en acciones grandilocuentes, sino en actos puros de amor que sirven para reflexionar y llamar a la necesidad de búsqueda de medios para que los cuidados no supongan el agotamiento hasta las últimas consecuencias de los cuidadores.











