El nacional Día de Todos los Santos los rituales son la memoria de la cultura y los difuntos en una perfecta simbiosis porque, tal y como decía Julio Cortázar, «nada está perdido si se recuerda». Con el ambiente multicultural, la tradición de difuntos ha logrado conquistar fronteras y traer a Cuenca la devoción del Señor de los Milagros de Perú, la belleza de los caminos hechos con los pétalos naranjas del cempasúchil de México o el aroma del incienso como ofrenda para los difuntos de China. Voces de Cuenca realiza un recorrido por las diferentes tradiciones que conviven en la provincia con la tradicional visita a los cementerios con flores para recordar a los seres queridos que han fallecido.

Perú viste de morado Cuenca con el «Cristo Moreno»
Para la comunidad peruana asentada en Cuenca, la festividad la protagoniza Nuestro Señor de los Milagros al que Milagros Pedraza, peruana que lleva más de veinte años en la capital provincial se refiere cariñosamente como «Cristo Moreno». Del 27 al 31 de octubre el color morado marca los atuendos, los alimentos y el aroma al incienso perfuma la tradición que esta comunidad latina ha importado a Cuenca replicando su tradicional procesión de Lima, la más multitudinaria del mundo. Así el domingo 26 de octubre la parroquia de Santa Ana y el barrio de Casablanca sirven a los peruanos como escenario para celebrar su devoción.
En una simbiosis cultural, los peruanos han mantenido su tradicional vestimenta con una especie de togas moradas que se ponen sobre la ropa y unos cordones blancos que se ponen colgando del cuello, pero han fundido parte de su cultura con la conquense y, concretamente, con la Semana Santa. Así, aunque no pueden verse las típicas hermanas sahumadoras que portan el incienso en Lima, el aroma no se pierde gracias al incensario típico de la Pasión conquense; del mismo modo, no hay una alfombra floral con la imagen de la advocación en el suelo de la calle para que desfile por encima, pero si se ponen adornos florales al estilo de los pasos de Semana Santa.
Pedraza recuerda que el origen del fervor por el santo limeño se produjo en el siglo XVII después de que la imagen, pintada en una pared de adobe por un esclavo angoleño en el barrio de Pachacamilla, permaneció intacta milagrosamente tras el terremoto que se produjo en 1655. Desde entonces, los peruanos han confiado en sus rogativas al santo para apoyarse en los momentos más complicados. Un ejemplo es la madre de Milagros, que se encomendó al venerable para que Pedraza y su hermano nacieran sanos cuando descubrió que su hija tenía una vuelta de cordón umbilical alrededor del cuello. Tras su ruego la niña nació sana y la mujer, en agradecimiento, la bautizó con el nombre de este Cristo. Por ello y como vínculo con la tradición, Milagros está enseñando a sus hijas las costumbres de su país y, para que se sientan lo más cerca posible de sus raíces hace que participen en esta procesión desde que son pequeñas.
La gastronomía es otro eje central de la celebración con un auténtico banquete de tradición y sabor de platos típicos que se comparten con todo aquel que se acerca a la procesión. Uno de los manjares más emblemáticos de esta temporada es el turrón de Doña Pepa, elaborado a base barritas de masa de manteca bañadas en una melaza hecha a base de caña de azúcar y cubierto con grajeas de colores. También destaca la mazamorra morada, un postre tradicional hecho a base de maíz morado, que se espesa con maicena y se mezcla con fruta. En el ámbito de lo salado son reseñables los anticuchos, brochetas de corazón de ternera sazonadas y asadas a la parrilla, o los anillos fritos de zapallo -una hortaliza de la familia de la calabaza- o camote -un tubérculo similar a la batata- mojados en miel de chancaca, procedente de la evaporación del jarabe de azúcar de caña. La bebida más típica es la chicha morada, elaborada a partir de maíz morado hervido cuyo jugo se junta con azúcar y limón.

El budismo y el sintoísmo asiático: de la muerte al renacimiento
La casualidad fraguó una nueva tradición para la pintora japonesa afincada en Cuenca, Keiko Mataki, tras el fallecimiento de su esposo. Él vivía la espiritualidad desde el prisma del budismo y el sintoísmo, por lo que la fecha en su cultura para lo que en España se conoce como el Día de Difuntos era del 13 al 15 de agosto con el O-bon, una festividad en la que esta comunidad honra a sus muertos bajo la creencia de que sus espíritus vuelven a la tierra para estar con su familia. Según explica Keiko, allí las familias acuden al cementerio con flores y velas en el interior de linternas de papel, que guían a los espíritus en su regreso al hogar. Una vez allí la familia erige un pequeño altar en el que honran al difunto con diferentes ofrendas como comida y se celebran distintos oficios en su memoria. La noche del 16 de agosto se da el adiós a los difuntos y es habitual ver el conocido «tōrō nagashi» un rito en el que se lanzan las linternas a las aguas de cauces fluviales para dar el último adiós a los difuntos y guiarles en su vuelta al más allá.
Mataki hizo su propia versión de esta festividad mezclando su natal cultura japonesa con la española. La muerte de su marido sucedió 49 días antes del Día de Todos los Santos en España, misma duración del ‘Bardo’ o estado intermedio de la conciencia en el que se sumerge un fallecido para purificarse y prepararse para adquirir una nueva forma, así como determinar la forma en la que va a renacer el cuadragésimo noveno día. Keiko tenía claro que ese día señalado tenía que honrar a su marido ese día y hacerlo rodeada de la gente que lo quería por lo que hizo su propio «tōrō nagashi» en uno de los ríos conquenses y se sentó en el árbol junto a su casa a compartir una comida en honor del fallecido. Ella señala que aunque en su país la fecha señalada es la primera quincena de agosto, ella se ha quedado con la fecha española en la que, asegura, todos los años realiza una visita al río con sus amigos más íntimos para recordar a su compañero de vida.

Una oda al color y a la vida en el Día de Muertos mejicano
Blanca Mercedes Espinoza Zarrazaga reside en Cuenca desde hace una década desde que llegara de su Méjico natal. Para ella el Día de Muertos no es solo una fecha del calendario, sino un puente directo a sus raíces en Puebla y una tradición que disfruta especialmente realizando cada año en su hogar. Cada año hace a mano los adornos de papel picado, tal y como se llaman en su país las guirnaldas de este material, coloca las fotos de sus familiares más cercanos y organiza el altar como marca la tradición.
Espinoza explica que una ofrenda cien por cien tradicional debe tener siete escalones en representación de los niveles que las almas deben recorrer para llegar al descanso eterno; así en el primer nivel se sitúa la imagen de un santo, seguida de las ánimas del purgatorio en el segundo nivel, en el tercero se coloca sal para purificar las almas de los niños del purgatorio y en la cuarta pan para las ánimas que acuden a visitar la ofrenda. En el quinto nivel se ponen los alimentos preferidos de los difuntos a los que se recuerda y fotografías de a quienes se dedica la ofrenda en el sexto nivel. En el séptimo y último se coloca una cruz hecha de semillas o frutas.
Aunque algunas adaptaciones son necesarias, Blanca trata de mantenerse lo más fiel posible a sus costumbres. Fundamentalmente por cuestiones de espacio la mejicana ha reducido los niveles del altar y, en lugar de utilizar la tradicional flor de cempasúchil, llamadas “flor de muerto” en náhuatl, para guiar a las ánimas a la ofrenda utiliza crisantemos o pétalos de papel que imitan al color naranja de las flores mejicanas.
Para Blanca, el Día de los Muertos no es un momento de tristeza, sino de celebración y encuentro. Así ella señala como «los desfiles y la alegría de Méjico» contrastan con el carácter melancólico y solemne que suele rodear esta fiesta en España. Y es que en este país norteamericano la muerte es un recuerdo lleno de vida y, apunta Blanca «se celebra que los fallecidos regresan a casa». De este modo, el topónimo latino ‘Omnia mors aequat’ del que tanto bebían obras literarias como la de Jorge Manrique encuentra su referencia en las calaveras mejicanas, que recuerdan la igualdad de todos frente a la muerte, en una referencia del diálogo intercultural.

Danzas tradicionales y velas en las comunidades indígenas colombianas
No hay silencio donde suenan los tambores ni olvido en la tradición indígena, aunque el tiempo y la distancia se levanten como la mayor frontera. Así lo reconoce Gina, miembro de la comunidad de Nasa, de origen indígena situada en el departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia. Al caer el sol las flautas cortan el ritmo marcial de los tambores y los pasos trazan un círculo en la tierra húmeda. En el centro, sobre una mesa larga, la comida espera intacta; frutas, carnes, dulces, pedacitos de todo lo que la comunidad ha preparado y que nadie toca, porque un banquete ofrecido a los que ya partieron, una mesa servida para los que regresan por una sola noche.
La muerte se cuenta en forma de recuerdo de grandes líderes indígenas y no se llora, se acompaña con música y danza, porque los que se van solo cambian de espacio, «siguen aquí, en espíritu», tal y como afirma Gina. Para su pueblo, el tránsito no significa desaparición, sino transformación y los difuntos no habitan un más allá distante, si no que caminan a su lado, invisibles pero presentes. Ellos les sienten especialmente cerca la noche del 31 de octubre, momento en que realizan este ritual, cuando cae el día hasta el 1 de noviembre.
Toda la comunidad se reúne y preparan las comidas, se encienden velas, se decoran los espacios con flores silvestres de los alrededores, sin más pretensión que mostrar la conexión de este pueblo con la naturaleza. A medianoche, los tambores marcan el inicio de la danza y comienzan a bailar en fila india como recuerdo a los fallecidos, especialmente a los jefes indígenas, cuyos nombres están escritos en carteles como una forma de convocarlos, recordar su fuerza y agradecer su paso por el mundo terrenal. Concluida la danza y pasada la medianoche, el banquete comienza para todos. Antes de ese momento, todos los alimentos que hay en la mesa no pueden ni tocarse ni comerse porque son para los espíritus y en la creencia de esta comunidad, primero y mientras ellos danzan los espíritus están comiendo. El acto termina con el reparto simbólico: un poco de cada plato para cada persona, como si al compartirlo se mantuviera la unión con quienes ya no están.
Ahora, desde Cuenca, Gina repite un gesto sencillo cada año para mantenerse en conexión con su pueblo y es que ella, a la misma hora que ellos están realizando este ritual en Colombia, ella enciende una vela. Lo hace sabiendo que, en ese mismo instante, en su comunidad los tambores comienzan a sonar y según siente, esa luz pequeña basta para sentir la conexión. Porque mientras haya fuego, hay memoria y los espíritus de quienes ha amado y quienes han pertenecido a su comunidad viven junto a ella, aún al otro lado del mundo y velan por su bienestar cada día, mucho más allá de la festividad de Todos Los Santos.












