Virgen mía de la Luz

José Miguel Carretero Escribano

Artículo para la Revista conmemorativa del 75 aniversario de la Coronación Canónica de la Virgen de la Luz de Cuenca.

Camino hacia San Antón y me guían y abrazan los porqués. Me dan luz, hacia La Luz que aguarda al otro lado del Puente y del Júcar, faro y puerto seguro. Releo al poeta alejandrino y su Ítaca es para mí, aquí, origen y destino.

       De la mano me acercan los recuerdos, desde la infancia más tierna. Todo es diáfano y sencillo. Antes acaricio el álbum de fotos familiar, hasta despertarlo. Lo abro y en flamante blanco y negro están mis padres Miguel y Carmen, con el cura Don Boni casándolos en el altar mayor a los pies de la Virgen, de la Luz. Luego vine yo a este mundo, en Cuenca que es mi patria, bienamada y sufrida, y dicho me tienen que de haber nacido chica me hubiesen puesto por nombre María Luz. Andando las décadas llegó a mi vida, amor, esposa, Luz María: es que estaba y está escrito.

     Prosigo despacioso memorando sensaciones, desde el tacto del terciopelo granate al descorrer aquel grueso cortinaje que guarecía la entrada al fastuoso templo, sagrario de emociones nazarenas, con la Patrona presidiendo. Pervive dentro el suave perfume a incienso y cera ardiente, mientras el silencio ayuda a la mística intimidad. Recorro como antaño los accesos y pasillos internos casi ignotos, apenas transitados, hasta asomarme al alto miradero lateral con celosía monjil tras del que oíamos Misa, todavía dicha en latín, en la niñez primera. Y busco la sacristía para subir al camarín y contemplar más de cerca a la Reina y Señora, con el chocante Niñete en brazos.

     Rezo y medito, en una paz total. Y por eso vuela el pensamiento agradecido. Así, en mi casa, amén de la Semana Santa, nuestra Hermandad del alma era, y es, la de La Luz. Y cuando la Coronación del cincuenta, ahí anduvo mi padre en muy primera línea, conquense de pro y devoto filial; mientras, mi madre acudió a la capital desde su pueblo de ese tiempo, como tantas decenas de miles de mujeres y hombres de la provincia más poblada que hoy. Ambos, sin conocerse aún, compartieron aquella ocasión celestial, extraordinaria y multitudinaria. Fue la suya una generación ejemplar, trabajadora y humilde; también, tan bien, muy noble y muy leal, heroica y fidelísima, adjetivos iguales a los justos títulos de la Ciudad. No les intimidó la vida, que eso es ser impertérritos, con la dignidad por límpida bandera.

     Setenta y cinco años han pasado, desde aquel a este presente, porque lo sentido entonces jamás su sentido pierde: nos ilumina como la luz del candilico que la Madre acogedora  muestra. Ahora celebraremos la efeméride, con honor y respeto, con cariño y alegría; en la Iglesia y en las calles. Y en el alma.

     De vuelta a casa, rebusco fulgores en la cajita de tesorillos inmensos, seguros en su quietud, hasta tomar en mis manos la pequeña medalla de solapa heredada, brillante y prístina, con la Virgen silueteada en plata vieja. La aprieto sin dañarla, mientras miro esa otra más grande y con cordones, regalo de capataz, pendiente del cabecero de la cama, tangible guarda cual ángel custodio.

     Y me sitúo, frente a frente, ante el ordenado desorden de mi biblioteca, para dirigirme decidido al rincón donde moran expectantes, juntos y revueltos, programas antañones de cultos, estampas en color sepia y, descollando, dos libros sin precio y con todo su valor infinito. Ambos sobre “Nuestra Señora de la Luz”, que así rezan las portadas. Uno es la historia documentada, del laborioso autor Clementino Sanz, ilustrada con dibujos, formidables, de Víctor de la Vega; me reencuentro con el texto y con los subrayados míos, huellas indelebles a rotulador, al estudiarlo. Y el otro, editado está por el “Instituto (Libre) de Estudios Conquenses”, nombre atrevido y de ensueño, como los soñadores paisanos agrupados allí para celebrar, año dos mil, el cincuentenario de la Coronación. Toda su pléyade ilustre me sale al encuentro y yo la sigo conmovido.

     Esas paladeadas relecturas son un ejercicio espiritual oportunísimo; serenan y alientan. Con ellas me preparo para el empeño más hermoso y colectivo. La acción de gracias brota, palpitante y trémula, inefable y feliz.

      Y sí, será más especial la Procesión del dos mil veinticinco. Espero todavía tener la suerte de llevar a la Virgen, de sacarla, como decimos en el lenguaje tan nuestro, y ser su bancero otra vez más, cual si fuese la primera, la última, la única. Como lo fue mi padre, al que observo en instantánea eterna, doblando la esquina del Peso con Solera, metido por dentro y agarrando bien, con gesto solemne y concentrado.

    Se funden el ayer y el hoy, como lo harán mañana. Y en ese presentido tránsito entre zigzagueos y hiedras, Cuenca arriba y adentro, están y son el antes y el después, siempre el presente: Paco y Manuel, Mariano y Miguel, Jesús y Rafa, Angelines y Juanita, Martín y Eusebio; Don Amadeo y Don Ángel. Y Antonio.  

     Sonarán, de seguro, “Adoración” y “Virgen Santa de la Luz”, las dos del Maestro Pascual, marcándonos el paso corto y exacto. Y resonarán en su clamor los piropos exquisitos de los poetas grandes, en loor inspiradísima: “Serrana espiga morena” (Federico Muelas, supremo en sus siete décimas); “Santa María de Cuenca, alto alcotán” (Camilo José Cela, asombrando); “Corza María Negra” (Lucas Aledón, José Luis, desatado en éxtasis).

     Desde las pacientes filas cantarán, en un renuevo, el Himno de la Coronación, con música de Jesús Calleja, Director de la Municipal, y letra del Canónigo Juan José Bautista: “No te extrañe, no te extrañe, siendo Luz el verme negra…”.

     Alguien por autoridad y derecho pleno, Hermana o Hermano Mayor, llevará asida y mostrada la secular Historia: ese precioso y muy antiguo cetro, el que más, con la cruz de tau grabada y la inscripción “Nuestra Señora de la Puente”; lo conozco bien, pues un año entero reposó, protegido y protector, visible y vistoso, reluciente y salvífico, en el comedor del añejo lar de Carretería, rigiendo nuestras horas. Perdura en pos de la perennidad.  

     Avanzaremos en amor y compaña: a la vera de la misma Virgen, una y única, en madrinazgo de Gloria y de Dolor, de Amor y Vida. Muy honrados recibiremos a los hermanos taranconeros, orgullosos con su Hermosona de Riánsares; así lo hicieron ellos con nosotros y doy fe, año dos mil trece, cincuentenario suyo, tórrido agosto, memorable; la gente se ponía en pie, agradecida, al paso de La Luz y nos llevó en volandas por la avenida larguísima hasta cruzar el Arco de la Malena en pos de La Asunción.

     Y estará, porque es, Las Angustias. Ahora. Siempre. Es que todo el amor del mundo en Cuenca se define en Ella y en vano se esforzarían los mariólogos para explicar lo que netamente sabemos por la gracia de Dios. Lo recita y canta el Júcar, desde el roquedal de la Ermita hasta los ojos húmedos del Puente.

       Retornaremos, conforme llegue puntual el crepúsculo, con su pregón de claridades postreras. Será el momento del otro Himno, el insuperable y primigenio cuya letra ideó el Magistral José Merino: “Luz que el caer de la tarde brilla en el cielo español. Muestra que en tus ojos arde la luz del Divino Sol”. Es que no se puede decir mejor.

       Será la voz del pueblo. Y en ese instante final que es un principio, cruzando el umbral que no separa y ya dentro de la Casa Materna, se alzará hacia la cúpula elíptica; hasta el Cielo, con la música ideal del Organista Julián Ortiz. Gloria bendita, aquí en la tierra santa. Cuenca, a veinticuatro de mayo. Cuenca a uno de junio. Año del Señor dos mil veinticinco.

     No se marchitarán las flores del recuerdo. Ni se extinguirá la Luz Perpetua.

                                     Cuenca, Noviembre de 2024.