Eduardo Fernández, Liszt y la deidad

La obra que completó todo el concierto es una de las más ambiciosas, complejas, trascendentes, religiosas y abstractas de todo el romanticismo pianístico

Manuel Millán de las Heras

El pianista madrileño de origen conquense, Eduardo Fernández, ha sido protagonista de grandes momentos en esta ciudad. Lo recordamos en versiones sobresalientes de Beethoven o Brahms, e incluso un 3º de Rachmaninov junto con la Orquesta Filarmónica de Cuenca dirigida por Luis Carlos Ortiz. Sin embargo, ayer –en una sala Theo Alcántara del Teatro Auditorio prácticamente llena— subió varios escalones, en un concierto tan especial que difícilmente se olvidará en la memoria de los presentes.

La obra que completó todo el concierto es una de las más ambiciosas, complejas, trascendentes, religiosas y abstractas de todo el romanticismo pianístico: Harmonies poétiques et religieuses del húngaro Franz Liszt (1811-1886). Una partitura en la que no existe ninguna posibilidad de vacuidad, de mostrar un solo instante de artificio, falta de concentración o siquiera superficialidad. La composición surgió con la lectura de los poemas de igual nombre de Alphonse de Lamartine. Todo el proceso creativo estuvo fantásticamente explicado por las notas al programa del Profesor de la Universidad de Castilla la Mancha y miembro del Centro de Investigación y Documentación Musical, Juan José Pastor Comín. Los diez movimientos buscan la espiritualidad desde un trabajo armónico que pone en tensión las costuras de la tonalidad y pocas veces se escucha una cadencia sencilla que permita la relajación. Liszt anhelaba la concentración perenne y la tensión constante para llevarnos a un mundo cercano a Dios, siempre con tempos lentos o moderados y con una sutilidad dinámica que hace necesaria la entrega incondicional del intérprete. Eduardo Fernández se sumergió en cada nota y acorde, jamás se desvió de ese hilo sutil y divino. Toda voz era nítida y los planos sonoros eran exactos y contenidos. Será difícil olvidarlo e igualarlo.

Las SMR recuperan poco a poco la mística. Esa que permite, tras cien minutos de música sin concesiones, ofrecer como bis el primer movimiento de las Veinte miradas al niño Jesús de Olivier Messiaen. El regreso a casa fue un camino entre nubes, meditativo y silencioso. No sé si existe Dios, pero algunos acordes se asemejaban a la idea de él que aprendí de niño.