Don José Luis cumple cien años

      Tras la muerte del José Luis Álvarez de Castro, Voces de Cuenca recupera este artículo publicado en diciembre de 2018 con motivo del centenario de nacimiento del que fuera presidente de la Diputación Provincial y una de las figuras clave de la historia contemporánea conquense.

José Miguel Carretero Escribano

El día 22 del presente Diciembre de 2018 cumple cien años de vida en este mundo Don José Luis Álvarez de Castro. Felicidades, con muchísimo cariño. Y, sin duda, ocasión propicia para hacer memoria; histórica, humana, conquense. Sobre todo pensando en nuestras generaciones más jóvenes, que no lo han conocido o muy poco saben de él.

      Imposible resumir ese siglo suyo de tan fecunda y límpida existencia. Pero facilísimo definirlo con una sola palabra: dignidad. Por principios y con todas las consecuencias.

      Echo la vista muy atrás, a la mitad de su camino vital recorrido y a la avanzada niñez mía. En las Cortes Españolas, que todo lo aguantaban y así siguen, se debatía, es un decir, la Ley “sobre el aprovechamiento conjunto Tajo-Segura”; o sea, la del Trasvase de marras. Nada nuevo. Ya se intentó con Indalecio Prieto en la República; con Franco se hizo. Y francamente sigue.

      Entonces, como ahora y siempre, pugnaban los intereses, chocantes cual el desinterés de muchos sin buscar un bien común no tan difícil. Unos defendían lo suyo y otros, nosotros, los parias de la tierra nuestra, para variar, indefensos.

      Y en aquel hemiciclo en blanco y negro, para sorpresa de España y letra de guaracha caribeña, se acabó la diversión: llegó Álvarez de Castro y mandó a parar, fidelísimo con su Cuenca, testigo de cargo y abogado justo.

      Eso sí que fue echarle valor, agigantando su pequeña estatura física hasta la inmensa moral. Don José Luis subió a la tribuna y los puso encima de la mesa; sí, los argumentos éticos, los legales, los sociales, los ambientales y, claro, hasta digo yo que, figuradamente, los físicos, aquí con toda su aparatosidad digna de los míticos del cura de Villalpando: “los llevan cuatro bueyes y van sudando” (la cita entre comillas es de Cela, de su “Diccionario secreto”, otro clásico memorable). Se jugó el bigote fino y atusado nuestro alcarreño tan conquense. Y la cara. Y se partió el alma, sin blandear con la dura dictadura.

     Por descontado, cantado, le pasaron por encima, aunque en el texto legal, es otro decir, prendido quedase, escrito en el agua y en el artículo tercero número dos de la Ley 21/1971, que continúa en vigor y rigor, el derecho a la obtención de nuevos regadíos “de Priego, Cañete y Landete, del Záncara, Cigüela –o sea, el Gigüela- y Riansares –así, sin acento- y del Júcar, en la provincia de Cuenca” (aquí la cita es del BOE, donde perdura la dura cara del ayer tan actual). No sé qué tal seguiremos llevando el control de los cumplimientos.

      Lo que sí sé es que José Luis Álvarez de Castro, más solo que la una, dimitió el 18 de Junio de 1971 y se fue a su casa, tranquilo de conciencia y ligero de equipaje a la machadiana usanza. Y sin vuelta. Nada extraño en él.

      De aquella etapa tan abruptamente cerrada, quedan otros detalles reveladores. Por ejemplo, hasta siendo Presidente de la Diputación, nada de usar coche oficial; por supuesto que no en Cuenca y si tenía que viajar a Madrid lo hacía de su bolsillo, sin dietas ni pluses, y en el Auto-Res de entonces, repleto de fumadores impenitentes y con tres horas largas hasta llegar al Foro. No había autovía; que, por cierto, sigue sin haberla desde aquí para Valencia ya en este siglo veintiuno tan impar y estupefacto. Le pasará como a los regadíos.

      Cambio y voy a mis recuerdos personales. Para empezar, tuve la gran suerte de ser compañero de bachillerato de Ignacio María Álvarez Bel, uno de los varios hijos de nuestro hombre. Nacho era y es una gran persona, digno de sus padres, inteligente y bueno; tomaba los apuntes como nadie, a pluma y con letra exquisita. Luego conocí al mayor, José Luis, con quien compartí nazarenía y cuya muerte todavía me duele. Y, entremedias, al progenitor de ambos, a Don José Luis: yo lo miraba y admiraba con respeto cuando coincidíamos en la librería de Juanito Evangelio, él para encargar los “libros de Tintín” que regalaba a sus nietos. Irradiaba jovialidad y bonhomía. Natural para quien tenía sosegado el espíritu y su vida limpia.

      Luego estrechamos cercanía. Así, llevaba años tras de él la Junta de Cofradías para que pregonase la Semana Santa y una tarde me llamaron Aurelio Cabañas y Eduardo Fernández Palomo para que los acompañase a visitar a Don José Luis en su casa del Camino de Cañete, a fin de convencerlo. Él se resistió cuanto pudo, para acabar aceptando con muchas reservas. Sólo alguien tan grande podía ser todavía más humilde. Ya en la cuenta atrás hablamos y me pidió datos de la Hermandad del Resucitado: obvio era que le importaba más la Vida que la muerte.

      Llegado el Viernes de Dolores, quedamos en los arcos del Ayuntamiento. Apareció plácido y puntual, del brazo de su mujer. Y sin papeles. Es que no le iban a hacer falta. Bajando a San Miguel paramos para que bebiese una tónica. Estaba listo, listísimo.

       Lo presentó su gran amiga Julia Sarro, con la voz preciosa y ese fragante aroma a elegancia y verdad. Y salió él. A pecho descubierto. A corazón abierto. Cierto. Vaya si pregonó. Aquello fue un asombro que yo presencié, emocionado, entre bambalinas: “nos dejó de una pieza con la suya oratoria, no sé si improvisada o de memoria, empapada de candorosa espiritualidad”; así lo tengo descrito y lo reitero, notario de lo notorio. Sin un titubeo ni un error en su entera exposición oral, de la que espero exista algún registro sonoro (acaso nos socorra Paco Alarcón, siempre atento a grabar las esencias), porque no había texto, ni guión y sí una mente privilegiada en pos de un ideal.    

      Añado que para mí, además, Don José Luis fue balsámico consuelo en las muertes de mis padres. No me faltó ni me falló. Ejerciendo espontánea tutoría, me llamaba para ver qué tal estaba y entonces, con esa dicción suya cristalina, fluía el eficaz consejo iluminando las sombras del alma. Eso no se olvida y jamás se agradece lo bastante.

      A él, cristiano veraz, su fe comprometida, a la vez racional y sencilla, le ayudó a transitar por las oscuras cañadas. Cuidó a Conchita, su muy querida esposa, en la salud y, definitivamente, en la enfermedad: no vaciló en desmontar por entero su completa biblioteca jurídica y su despacho, para que ella estuviese mejor atendida en esas hogareñas estancias. Hasta el humano final.

        En los últimos años, José Luis Álvarez de Castro cumple un doble rito dominical, cada vez precisando más ayudas físicas. Acude a Misa a La Paz, su parroquia, donde hay, presidiendo, una bella Virgen de Vicent (el mismo autor de la moderna Santa Cena) y, en un lateral, otra poco común de Marco Pérez. Antes o después, al filo del mediodía, lo acercan en coche al camposanto municipal, y ya allí, bien protegido en los meses de frío con un gorro de cálida lana, hasta la sencillísima tumba familiar, donde reposan los restos de Inmaculada Álvarez y de Concepción Bel Loste. No las almas, libres. A los pies puede leerse esta inscripción: “Alabemos al Señor”.

      En el calmo silencio, a veces animado por algún trino de feliz pajarillo, se escucha con claridad el rezo en voz alta de Don José Luis. Se turnan acompañándolo sus hijos y otras personas también de su confianza. La escena conmueve. Y vivifica, sin paradoja. Es el Evangelio abierto, así en la tierra como en el cielo.

       Cien años lo contemplan, centenario ciprés. Dos años más, ciento dos, acaba de cumplir Kirk Douglas, el celebrado “Espartaco” de la película de Kubrick. Tiene bastante en común nuestro Don José Luis con aquel tracio gladiador rebelde del que nos habla Plutarco, capaz de desafiar a las legiones de Roma; al fin él hizo lo propio frente a otros poderes, llanero solitario, abogado de los imposibles. Y los demás, impasibles.

      Termino. Casi nadie sabe ni recuerda que el muy famoso eslogan “Cuenca es única” fue ideado por José Luis Álvarez de Castro. Así se lo contó a Pepe Monreal en una rica entrevista no ha mucho tiempo. Lo inspiró el amor por esta tierra, preterida y preferida, singular y bellísima, tan maravillosa como la acabamos de ver y disfrutar en un magnífico documental recién emitido por “la 2”. Patrimonio de la Humanidad.

      Pues él, como su Cuenca, tanto y hasta más, también es único. Muy noble. Muy leal. Heroico. Fiel. Ejemplo insuperable, acaso inigualable. Patrimonio nuestro. Eterno.

      Querido Don José Luis: gracias. Un beso. Y que Dios lo siga bendiciendo.

                                      José Miguel Carretero Escribano.

                                     Cuenca, 19 de Diciembre de 2018